Así denominan los estadounidenses a su patria, con sinécdoque algo abusiva o presuntuosa. Sin embargo, tras la designación acaparadora (que algunos identifican con un irreprimible achaque imperialista), se ampara algo más que una mera realidad geográfica. América es una idea, un sueño -quizá algo equivocado- de libertad; y para defender ese sueño, los americanos han sido bendecidos por un don muy especial, que ningún otro pueblo occidental ha recibido en tan abundantes dosis: el patriotismo. Este don nos sorprende muy especialmente, puesto que el pueblo americano está formado por agregación de pueblos foráneos, por sucesivas oleadas de pioneros más o menos mendicantes que cruzaron el charco en pos de una tierra -de una idea- virgen que les permitiera inventar otra vez el mundo. El patriotismo americano es una fuerza formidable, aglutinante, ingenua y si se quiere hasta irracional que, a diferencia de otros patriotismos más titubeantes o postizos, se robustece en las circunstancias adversas. Creo que ha sido este sentimiento vinculado a la tierra -a la idea- que les brindó su hospedaje lo que ha convertido a América en la nación más poderosa del orbe; creo que ha sido esta adhesión sin fisuras a esa tierra -a esa idea- que tuvieron que ganarse palmo a palmo lo que los hace más fuertes. Cualquier persona que desee entender este sentimiento, aliado con una confianza a prueba de bomba en las posibilidades del hombre, debería repasar la filmografía de uno de los más grandes cineastas americanos de todos los tiempos, Frank Capra (quien, como todo el mundo sabe, nació en Sicilia). Viendo las películas de Frank Capra -tan risueñamente libertarias, en el fondo- se entiende mejor este sentimiento poderosísimo, en el que participan el júbilo y la utopía, el tesón y la franqueza, la religiosidad y una exultante vindicación del hombre, a quien se supone capaz de sobreponerse a las más titánicas adversidades y a los sistemas más corruptos. Con esta aleación de idealismo y ganas de arrimar el hombro que descubrimos en las películas de Frank Capra, el pueblo americano logró remontar, de la mano de Roosevelt, la mayor crisis económica y espiritual de su Historia, mientras la vieja y claudicante Europa se entregaba a las orgías insensatas del comunismo y el fascismo.
Las tres o cuatro lectoras que aún me soportan saben bien como abomino del peculiar american way of life, cómo me acongoja su sincretismo pseudocultural, que desdeña lo antiguo y rinde sus ofrendas en los altares botarates de la modernidad y el progreso. Pero, a la vez que repudio tantas invenciones americanas (del motor de explosión al perrito caliente), admiro su patriotismo incesante, que siempre ha prevalecido sobre otras pasiones disolventes y que, en circunstancias tan dramáticas como las actuales, galvaniza a un pueblo y lo arma de un indestructible vigor moral. Quienes ironizan sobre el patriotismo de los americanos quieren reducirlo a un asunto de banderas ondeantes, celebraciones colectivas de regusto fascistilla y folclores irrisorios; pero ese patriotismo, que a veces los atrinchera frente al mundo y los hace creerse elegidos y únicos, ha sido también en otras ocasiones el motor que ha propiciado la salvación del mundo. Lo más paradójico y milagroso de este sentimiento es que, en contra de lo que pregonan sus detractores, no nace de la uniformidad gregaria, sino de una diversidad inabarcable de razas y credos religiosos que, cuando el momento lo exige, entierran sus diferencias y se funden en un mismo magma humano. Admirable sentimiento que los obliga a renunciar a vindicaciones particulares y que, ante asedios atroces como el que ahora sufren, los empuja a adoptar decisiones tan acertadas como la de vedar pudorosamente a las cámaras los resultados de la carnicería.
Los analistas, a la hora de examinar la hegemonía de los Estados Unidos a lo largo de las décadas, suelen invocar razones económicas o militares, pero olvidan este sentimiento arraigadísimo. Un sentimiento que, según los catequistas autóctonos, es cosa de fachas; vale, tíos, vale.