Ayer aparecían publicadas en ABC, por caprichos del azar, dos noticias que invitan a la evaluación conjunta. El Parlamento catalán aprobaba una muy estricta ley de protección de los animales que, reconociéndoles su entidad de «seres vivos dotados de sensibilidad física y psíquica», castigará a quienes los abandonen a su suerte o les inflijan daño. Simultáneamente, se presentaba en Madrid un libro titulado «Los límites de la exclusión», firmado por los profesores Manuel Muñoz, Carmelo Vázquez y José Juan Vázquez, que nos habla de los mendigos, otros seres vivos (¿quizá menos dotados de sensibilidad física y psíquica?) igualmente abandonados y vapuleados por la indiferencia colectiva. Resulta paradójico y perturbador que la misma sociedad que permite que una porción nada desdeñable de sus miembros agonice en la calle se preocupe de aliviar el sufrimiento de los animales desamparados.
En el fondo de este comportamiento social, cada día más arraigado, subyace una peligrosa perversión del sentimiento. Acallamos la mala conciencia que nos produce el sufrimiento del prójimo (de quien nos es más próximo) ideando falsificaciones de la piedad que nos permitan posar de «humanitarios» ante la galería. Hemos logrado recubrirnos de una especie de coraza impertérrita que nos permite esquivar el dolor rampante que se enseñorea del mendigo de la esquina, de la prostituta que se ofrece al peor postor, del inmigrante que malvive en un cubículo o ergástulo; y, mientras las personas que sufren a nuestro derredor se convierten en un lejano runrún que preferimos no escuchar, desaguamos nuestra indignidad ideando leyes que consagran el respeto sacrosanto a los animales. Anticiparé que considero la protección de los animales una expresión muy enaltecedora y necesaria de humanidad; pero creo que esta expresión sólo resulta admisible cuando constituye un corolario natural de un deber mucho más perentorio que nos obliga a compadecer el sufrimiento de nuestros semejantes. En los últimos años, sin embargo, he observado que desde diversos púlpitos más o menos ecologistas se pretende hacer tabla rasa de hombres y animales, adjudicándoles los mismos derechos; esta pretensión igualitaria se me antoja el germen de un pavoroso relativismo moral. Y he observado también que, con excesiva frecuencia, el celo que destinamos a los animales constituye un sucedáneo que nos exonera de responsabilidad ante otras formas más insoportables de inhumanidad, que atañen directamente al hombre.
Con muy atinado sarcasmo escribía ayer Zabala de la Serna en las páginas de este periódico que acabaremos inaugurando más albergues para perros y gatos que albergues para indigentes. Los estudiosos de las patologías sexuales definen el fetichismo como un «andarse por las ramas», a través del cual el enfermo soslaya la angustia que le produce enfrentarse al ser amado y lo suplanta o sublima a través de su representación. ¿No serán también ciertas manifestaciones fanáticas de la zoofilia una forma de suplantación, una patología vergonzante que desarrollamos para soslayar la vergüenza que nos produce la aniquilación cotidiana del hombre, mediante la denuncia de otras aniquilaciones menores? Me parece muy loable que se prohíban -como hace esa ley catalana- las «atracciones feriales» y la «exhibición ambulante de animales que son utilizados como reclamo»; pero cuando permitimos que el dolor ambulante del prójimo forme parte del paisaje urbano y aceptamos la exhibición ferial de tantas vidas en almoneda, estas medidas legislativas se nos antojan un mero subterfugio ornamental, un «andarse por las ramas» demasiado hipocritón y exasperante.