La esperada encíclica social de Benedicto XVI provoca en el lector no completamente obturado por el pienso ideológico una gratificante impresión de árbol frondoso donde las muchas ramas se alimentan de una misma savia originaria. Justamente la impresión contraria que nos suscitan tantos diagnósticos contemporáneos, que nos abruman con su follaje desarraigado; y ya se sabe que donde faltan las raíces todo verdor acaba amustiándose. Benedicto XVI empieza rebelándose contra la caridad degenerada en «mero sentimentalismo», un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente de emociones y opiniones contingentes; y contra esa caridad encerrada en la cárcel de la emotividad postula una caridad que esté al servicio de la «promoción integral del hombre». Promoción que no será posible mientras al hombre no se le restituya su verdadera naturaleza, mientras no se le permita su pleno desarrollo, que frente a lo que preconizan las concepciones materialistas y mecanicistas en boga incluye su desarrollo espiritual, el conocimiento profundo del alma que dialoga consigo misma y con su Creador. Porque sólo de ese diálogo puede nacer una fraternidad verdadera, que no es otra sino la que se reconoce en una paternidad común.
Benedicto XVI se acoge en Caritas in Veritate -como no podía ser de otro modo en alguien tan preocupado por profundizar en la «continuidad de vida» de la Iglesia, combatiendo esos sofismas que hablan de una Iglesia «preconciliar» y otra «postconciliar»- al patrimonio doctrinal transmitido por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia, elaborado por sus grandes Doctores, testimoniado por sus mártires y puesto al día -en «fidelidad dinámica»- por los Papas. La tercera encíclica de Benedicto XVI se configura, pues, como un gran homenaje a esa Tradición, y muy especialmente a la Populorum progressio de Pablo VI. Benedicto XVI vuelve aquí a alertarnos contra el peligro de las ideologías, que simplifican de manera artificiosa la realidad, creando «graves antinomias» en el pensamiento, tergiversaciones que nos envilecen y alienan, fragmentando nuestra capacidad de discernimiento moral. Cuando se detiene a señalar las contradicciones de esa moral fragmentada por la influencia perniciosa de las ideologías, la encíclica alcanza algunos de sus pasajes más memorables.
Ocurre así, por ejemplo, cuando se reflexiona sobre el respeto que debemos a la naturaleza. La ideología en boga ha hecho del ecologismo uno de sus grandes estandartes; pero, a la vez que promueve la salvaguarda de la ecología ambiental, la ideología nos hace extraviar el concepto de ecología humana, aceptando el crimen del aborto. ¿Cómo se puede amar la naturaleza si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida? Sólo cuando en la naturaleza se contempla el prodigioso resultado de la intervención creadora de Dios se cura esa antinomia infligida por la ideología. Sólo entonces vemos en el pájaro, en el agua o en la flor a esos hermanos de los que nos hablaba san Francisco, dones admirables de un Creador que nos exigen un cuidado amoroso, nunca instrumental o arbitrario. El hombre cobra entonces conciencia de su responsabilidad ante la naturaleza; y, como depositario de esa responsabilidad, cobra también conciencia de su lugar en la Creación. Y entonces la alianza entre medio ambiente y ser humano es plena; y una ideología que preconiza el respeto a la naturaleza a la vez que pierde el respeto a la naturaleza del hombre mismo se torna degradante. Porque, de repente, «el libro de la naturaleza se torna uno e indivisible»; y los deberes que tenemos con el medio ambiente son el corolario natural de los deberes que tenemos para con la persona considera en sí misma y en su relación con los otros. Esta es la «promoción integral del hombre» que las ideologías no se bastan a abarcar.