Nos enteramos ahora de la respuesta que José Antonio Aguirre, lendakari en el exilio, le asestó a Picasso, cuando éste amenazó con donar al Gobierno vasco el Guernica, esa reliquia que sesenta años después se disputan las diócesis de Madrid y Bilbao. “¿Para qué quiero yo esa birria?”, dijo el desdeñoso lendakari, con una mezcla de laconismo e irreverencia que ninguno de nuestros actuales mandatarios hubiese osado emplear. La corrección política aconseja emplear el fárrago y la santurronería como coartadas que disimulen nuestro estupor ante las birrias artísticas. ¿Se imaginan a nuestra Esperanza Aguirre pronunciándose tan sacrílegamente sobre un potaje de Tàpies? La someteríamos a un proceso inquisitorial, la untaríamos de brea, la emplumaríamos y alimentaríamos con sus huesos una bonita hoguera. Ni siquiera a Arzallus, monarca del regüeldo, le consentiríamos tamaño desliz: como mínimo, lo arrojaríamos al Nervión con una piedra de molino atada al cuello.
Y no me preocupa tanto que la corrección o el tacto político enquisten el juicio de nuestros mandatarios como que ese enquistamiento se haya extendido a las gentes de sentido común. Con desoladora frecuencia, me tropiezo con personas de amenísimo trato que, ante la contemplación de una birria, experimentan una suerte de epilepsia estética y empiezan a entonar sus alabanzas en una jerga muy campanuda. La causa de esta metamorfosis suele ser un lienzo escalfado de colores excrementicios, a veces pintarrajeado con inscripciones párvulas o condecorado con tornillos y calcetines. Si les dices que no entiendes el pasmo que esa birria les suscita, te administran una homilía de palabras abstrusas y terminan censurando tu incapacidad para penetrar los misterios insondables del arte.
Aun a riesgo de parecer filisteo o reaccionario o meramente palurdo, confesaré que no creo en el arte que requiere para su disfrute de sesudas elaboraciones intelectuales. El arte conmueve o no conmueve, y no hay método más infalible para detectar una birria que situarnos ante ella y comprobar cómo ni siquiera roza nuestro sentimiento. El arte es una religión del sentimiento, y todo lo que escapa a esa primera mirada son monsergas y zarandajas. Existe ahora un contubernio alentado por las élites más proclives al jeroglífico, que preconiza un arte rodeado de conceptos alambicados y tostones trascendentes, como si la percepción de la belleza necesitase algo más que unos ojos sin legañas y una sangre no demasiado pálida. ¿Requiere alguna exégesis un cuadro –pongo por caso– de Tintoretto? Parece evidente que no. Un cuadro de Pollock, en cambio, exigirá de nosotros un grave derramamiento de neuronas; de lo contrario, lo confundiríamos con el trapo que Tintoretto utilizaba para limpiar sus pinceles. En medio de tanto esnobismo cultural, habría que recuperar el veredicto cazurro de aquel lendakari en el exilio: “¿Para qué quiero yo esa birria?”.