Hace unos días, una representante del Ministerio de Asuntos Sociales de cuyo nombre no quiero acordarme exhortaba a los españoles a no tachar en sus declaraciones de la renta la casilla que permite que una porción exigua de sus impuestos se destine a la financiación de la Iglesia. La exhortación provocará un efecto contrario al deseado: muchas personas que hasta la fecha habían preferido dejar en blanco esa casilla se inclinarán ahora a tacharla, por burlar el ánimo fiscalizador de un Gobierno que no cumple sus obligaciones de neutralidad en materia religiosa y diariamente trata de azuzar a su electorado contra una institución que representa a una porción nada exigua de los españoles, resucitando de paso los fantasmas del anticlericalismo, que tantos episodios de sangre han incorporado a nuestra Historia. Pero más allá de ese apetito de injerencia en las decisiones íntimas de los ciudadanos, lo que repugna en dicha exhortación es la bajeza de quien trata de trasladar a sus destinatarios la impresión de que, si destinan su dinero a la Iglesia, estarán engordando a los obispos, mientras que si los destinan a otros «fines de interés social» estarán impulsando proyectos solidarios, etcétera, etcétera. La abyección de ese mensaje tácito es doble: su emisora sabe que en España no existe ninguna institución cuya labor de asistencia social sea comparable a la que desarrolla la Iglesia; y sabe, también -ayer se lo recordaba su conmilitón Francisco Vázquez, en declaraciones a este periódico-, que «si mañana la Iglesia hiciera huelga paralizaría las prestaciones sociales». ¿A qué juega nuestra facción gobernante? ¿Es que, en su afán de arrojar carnaza a las fieras desprestigiando a la Iglesia, pretende negar su compromiso radical con los más necesitados? Ante manifestaciones tan cerrilmente belicosas, que denotan -amén de un anticlericalismo de naftalina- una voluntad demagógica y un desconocimiento de la realidad superlativos, resulta más bien peregrino pensar que la facción gobernante vaya a rectificar su estrategia de confrontación con la Iglesia, sustituyéndola por otra más conciliadora. Cualquier espectador ecuánime habrá observado que la facción gobernante, a falta de detractores de fuste, está extremando su enfrentamiento con la Iglesia con un doble propósito: por un lado, un anhelo compulsivo de retratarse como un adalid de la modernidad (para lo cual se busca el choque con una Iglesia a la que se atribuyen actitudes «carcas» o «casposas»); por otro, la necesidad de mitigar o encubrir sus descalabros en otros ámbitos de la acción política mediante una exasperación rechinante del «problema religioso». Algunos socialistas sensatos ya han mostrado sus reparos a una estrategia que empieza a parecerse demasiado a la del calamar que huye dejando a su paso una espesa nube de tinta: entre ellos, se cuenta algún católico practicante, como el citado Francisco Vázquez, pero también quienes desde posturas menos confesionales, como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, entienden que muchos de los postulados socialistas están en consonancia con el mensaje evangélico y, sobre todo, que muchos de sus votantes naturales se sienten zaheridos ante esta especie de furor anticatólico que parece haberse apoderado de la facción gobernante.
Son muchos los socialistas que consideran que ese modelo de laicismo a la francesa que se trata de imponer en España, ignorando su raigambre cultural, constituye un error que la sociedad pagará con nuevos enconamientos y divisiones. Son muchos los socialistas que se cuestionan éticamente ciertas causas que el Gobierno ha abrazado como propias con una perentoriedad estridente. La facción gobernante, sin embargo, prefiere empujar a sus votantes a la casilla anticlerical, tratándolos como fieras hambrientas de carnaza.