Una vez más, la clase de religión vuelve a convertirse en excusa de trifulcas partidarias. Con la clase de religión ocurre igual que con aquel timbre que provocaba la secreción de saliva en el perro de Paulov: basta mencionarla para que, por un impulso reflejo, a sus detractores se les llene la boca de invocaciones a la Constitución. Nunca entenderé por qué nuestros políticos, para disimular sus fobias y sus manías persecutorias en materia religiosa, tienen que sacar en romería la zarandeada Constitución; supongo que, a la necesidad de enjuagarse con palabras pomposas (en cualquier momento añadirán que «la clase de religión atenta contra el Estado de Derecho»), se suma una especie de anticlericalismo atávico o la supervivencia de algún trauma infantil. El decreto que desarrolla la Ley de Calidad de Enseñanza mantiene el carácter optativo de la asignatura de Religión; para quienes no deseen que sus hijos reciban una educación confesional, se establece una asignatura de Historia de las Religiones, que impartirán profesores de Historia y Filosofía. Ambas disciplinas serán evaluables y computables para la obtención de la nota media, aunque no se considerarán para la concesión de becas de estudio. No veo por parte alguna la necesidad de ensayar rimbombantes invocaciones a la Constitución, puesto que en nada se infringe la libertad religiosa que en ella se consagra.
A la postre, la reforma gubernativa no se extiende más allá de la consideración de la Religión como disciplina evaluable; y en la creación de una asignatura alternativa seria, que acabe con el cachondeíto en que se habían convertido la asignatura de Religión y los sucedáneos lúdicos inventados para mantener entretenidos a los alumnos que no la cursaban. Quienes se oponen a esta reforma sostienen que no es justo evaluar una materia de índole confesional; pero se olvida que la Religión, además de una elección trascendente, es una rama esencial del conocimiento, puesto que sobre ella se fundamenta nuestra genealogía cultural. Para entender cabalmente los tercetos encadenados de Dante hace falta tener una cultura religiosa; para hacer inteligible la exposición de Tiziano que estos días asoma al Museo del Prado hace falta una cultura religiosa; para disfrutar de la música de Bach hace falta una cultura religiosa. Y, puesto que no estamos hablando de nimiedades, se impone que esa transmisión cultural sea evaluable; no creo que haya asuntos mucho más importantes que hacer partícipes a nuestros hijos de este riquísimo legado.
Considero, pues, inobjetable la existencia de una disciplina que exija unos conocimientos básicos e irrenunciables sobre el fenómeno religioso. Los hombres de mañana no pueden crecer desgajados de su genealogía espiritual y cultural, como si esa herencia incalculable fuese algo inerte; si desterrásemos de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, estaríamos condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Y, como católico, deseo que mis hijos reciban una educación acorde con los principios en los que creo. Puesto que la religión católica es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias, puesto que constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura y nuestra moral, quiero que mis hijos sean instruidos en sus misterios. Quiero que sepan que hubo un hombre entreverado de Dios que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana, que dignificó el sufrimiento inmolándose en una cruz. Quiero que ese hombre entreverado de Dios sea la piedra angular de su formación; a nadie perjudico con esta elección y a nadie se la impongo.