Se veía venir. Todas esas chorradas de la oveja Dolly y demás animalitos clonados no eran sino el circunloquio de lo que vendría después. Los apóstoles de la clonación sabían perfectamente adónde querían llegar; pero sabían también que la finalidad de sus investigaciones no podía desenmascararse abruptamente. Primero hubo que marear la perdiz con revelaciones parciales que mitigaran el revuelo y fomentaran el consumo de tinta y saliva en discusiones estériles; luego, en un alarde de avilantez, se sacaron de la manga el cuento chino de la llamada «clonación terapéutica». Nos presentaron la inmolación de embriones como la panacea médica del futuro y nos aseguraron que el alzheimer, el cáncer y hasta la encefalopatía espongiforme se convertirían en males tan fácilmente extirpables como una verruga. La regeneración de células que se vislumbraba tras la llamada «clonación terapéutica» auguraba unas ganancias apoteósicas, de ahí que Estado y Capital (dos personas distintas y un sólo dios verdadero) se apresuraran a sumar esfuerzos en una empresa que se adivinaba pingüe. ¿Se acuerdan de aquellas proclamas en que Blair y Clinton y demás mandatarios satélites, erigidos en paladines del progreso, invocaban pomposos fines humanitarios para justificar sus torpes manejos? Aquellas zarandajas demagógicas prendieron en el espíritu del pueblo sojuzgado, que llegó a creerse la milonga. Los apóstoles de la clonación se frotaban las manos: habían conseguido hacernos comulgar con la rueda de molino de su avaricia, servida bajo la apariencia de una eucaristía laica y altruista. Su estrategia de desgaste y confusión había rendido el resultado esperado: la llamada «opinión pública» (esa amalgama de opiniones gregarias que suplantan el desprestigiado sentido común), después de dispersarse en discusiones bizantinas, había adquirido el grado suficiente de docilidad para encajar la revelación definitiva. Por si acaso aún se tropezasen con algún resabio de resistencia, los apóstoles de la clonación han preferido lanzarnos una penúltima andanada envuelta en los afeites de la piedad. Resulta que el doctor Severino Artinori (repárese en la sonoridad sadiana de su nombre) ha anunciado su intención de clonar embriones humanos para implantarlos en la matriz de mujeres infecundas. Para mitigar el repudio que la clonación descarada y a granel promueve en los espíritus más sensibles, se comercia con el instinto de maternidad de las mujeres y con la compasión que la esterilidad despierta entre nosotros. (¡Ah, paradojas de las sociedades progresadas, que se apiadan de quienes han sido desposeídos por Natura de la capacidad para reproducirse, al tiempo que reprimen con saña esa misma capacidad en quienes la poseen!). Pero hasta las sensibilidades más escrupulosas acaban criando callo, a fuerza de recibir pisotones y descarnaduras. Otro de los esbirros del cotarro, el doctor Panayotis Zavos, recurre al tópico literario (demostrando, de paso, que su dominio de los tópicos literarios es bastante calamitoso), para comparar los avances de la clonación con «un genio que ya ha salido de la botella y que controlaremos». Si el doctor Zavos se hubiese molestado en frecuentar las bibliotecas sabría que, desde la caja de Pandora hasta la redoma de Stevenson, pasando por la lámpara de Aladino, los genios que abandonan la botella no se avienen de buen grado a encierros y controles.
Es, precisamente, la clonación descontrolada el finisterre que persiguen estos apóstoles de la ciencia degenerada en negocio. Los hábiles circunloquios que empleen, hasta que su aspiración se consume, no son sino los aspavientos más o menos hipnóticos con que los prestidigitadores disfrazan sus trucos, para que pasen desapercibidos ante el público. Y, hoy por hoy, el público, mareado de falsas artimañas altruistas, ya está suficientemente anestesiado y madurito para acatar la catástrofe. ¿A qué esperan, para quitarse la máscara?