Tiene razón el maestro Campmany cuando afirma que el progreso científico es algo sencillamente imparable. Pero le faltó preguntarse si ese progreso científico persevera en su función originaria, de servicio a la Humanidad, o si, por el contrario, en su carrera alocada en pos de nuevos finisterres de espectacularidad, lo guían propósitos obscenamente mercantiles. Las proclamas sensacionalistas, los métodos poco escrupulosos, la utilización espuria de datos poco concluyentes que enseguida son divulgados por los medios de adoctrinamiento de masas han suplantado el tradicional cauce de exploración científica. Esta «aceleración» de la ciencia ha adquirido ribetes de descaro en el desciframiento del genoma humano, que una empresa llamada sin pudor «Celera» utilizó para su prosperidad bursátil. Antes, los descubrimientos científicos eran expuestos a un escrutinio ético; ahora, su comunicación es casi instantánea, de tal manera que el barullo o fanfarria mediática sustituye y aniquila las consideraciones morales, la decencia, la probidad, el rigor, en fin, esos requilorios del pasado.
Antes, quienes osaban infringir estos trámites, eran de inmediato desterrados al arrabal del descrédito; hoy, esos mismos apóstoles del guirigay mediático, esos ventajistas que aspiran a convertir la ciencia en una gran atracción de barraca con cotización en bolsa, reciben el tratamiento de héroes. El grato tintineo del dinero se antepone así a cualquier consideración ética; y mientras el dinero prosigue su incesante fluir, nos vamos convirtiendo en una sociedad aturdida, ensordecida por el mogollón, desarmada de principios morales. Sólo así se explica el genuflexo beneplácito con que se ha acogido el designio británico de modificar su legislación sobre clonación humana. La premiosidad de este designio delata sus propósitos puramente económicos; la biología celular, como el auge del Internet, asegura pelotazos bursátiles sin cuento, y la Gran Bretaña no puede quedarse al margen del gran banquete universal. Poco importa que nuestro precario conocimiento del genoma humano nos impida saber a ciencia cierta qué enfermedades pueden remediarse mediante la clonación; poco importa que esas células madre que, según se intuye, podrían remediar taras hoy incurables, puedan obtenerse sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos. Poco importa que los cimientos sean endebles; de lo que se trata es de levantar a la mayor velocidad posible un edificio, aunque sea de humo, aprovechando la revalorización del terreno genético. Lo de menos es que luego el edificio se derrumbe; para entonces, el negocio -o el timo- ya habrá rendido sus beneficios.
¿Qué más da si entretanto nos cargamos unos millares de embrioncitos de nada? Esta reducción de los embriones en los que alienta vida humana a meras empanadillas que aguardan en el frigorífico su inmolación sólo puede ser admitida por una sociedad que antes ha claudicado una y mil veces en exigencias éticas que atañen a su misma dignidad. No obstante, y por si todavía anidara algún residuo de escrúpulo en esa sociedad, los urdidores del pelotazo genético se han cuidado de especificar que jamás experimentarán con embriones de más de dos semanas; incluso, en su canallesca propensión al eufemismo, hablan ya de «pre-embriones», los muy cabritos. ¿Pero a quién se proponen engañar estos matarifes de la asepsia? ¿Qué más da que el embrión tenga catorce días o catorce semanas, si lo que se destruye es lo mismo, un organismo con combinación genética propia? ¿O es que lo que pretenden, cepillándoselo tan pronto, es que al embrión no le hayan crecido todavía ojos en el rostro, para no tener que arrostrar su mirada recriminatoria? La mala conciencia propicia estas hilarantes distinciones de plazos; y la sociedad gregaria las acepta como si fuesen dogmas de fe, sin atreverse siquiera a discutirlas. Antes, los plazos servían para pagar nuestras deudas con el banco; hoy, se han convertido en un cómodo sistema para soslayar nuestras deudas con la moral.