Cuando se reclama la renuncia del Papa suelen invocarse razones de compasión. Su deterioro físico promueve lástima; y esa lástima impulsa a algunos a solicitar que se ahorren padecimientos a un viejo que, a cada día que pasa, incorpora nuevos achaques a su profuso historial clínico. Al menos, retirado de su ministerio -se afirma-, podrá consumir sus postrimerías más apaciblemente. Esta argumentación adolece, sin embargo, de incongruencia: pues compadecer el sufrimiento de alguien no consiste en lamentarlo, sino, sobre todo -como la propia etimología de la palabra indica-, en comprenderlo, en hacerse partícipe de ese sufrimiento. Para llegar a sentir verdadera compasión hemos de meternos en el pellejo del que sufre; compadecer desde la lejanía quizá sea una coartada que nos sirva para posar de solidarios ante la galería, pero es una actitud en sí misma falsorra, una contradictio in terminis. Visto desde fuera, el sufrimiento del Papa puede antojársenos inútil, estéril, absolutamente ininteligible; y entonces, para descifrarlo, hemos de recurrir a explicaciones que no penetran su verdadera naturaleza; explicaciones que suelen quedarse en la cáscara -la ostentosa decrepitud de un anciano aferrado patéticamente al cargo- y que, por lo tanto, se aderezan con una munición de mentecateces de diverso pelaje: que si el Papa es rehén de sus validos, temerosos de ser relegados si su valedor los abandona; que si el Papa está dispuesto a alargar con su agonía la agonía de la Iglesia; que si oscuros pero poderosísimos grupúsculos integristas lo obligan a seguir en la brecha para afianzar y extender su influencia, etcétera, etcétera.
En todas estas explicaciones subyace un fondo de incomprensión (de falta de compasión) hacia el significado último de tanto sufrimiento. La banalidad contemporánea no puede -o no quiere- admitir que el Papa desempeña una misión espiritual en la cual el dolor forma parte de una encomienda divina. Sólo así resulta inteligible su resistencia. El Papa, como hombre mortal que es, estaría encantado de recoger el petate y retirarse a una villa campestre, atendido por una legión de chambelanes solícitos; pero antepone su misión sobre los achaques de la carne, porque esa misión la inspira una fuerza más poderosa que el declinar de su naturaleza. No creo que ni siquiera sea necesario creer en Dios para comprender esa perseverancia en el sacrificio; basta con entender que existen vocaciones que enaltecen el barro con el que estamos fabricados. A la postre, la resistencia agónica del Papa al dolor es un caso notorio de supremacía del espíritu; pero quizá una época empeñada en acallar o negar el espíritu no pueda compadecer ese gesto.
El Papa titulaba uno de sus libros más recientes con las palabras que Jesús dirigía a sus discípulos dormilones en el huerto de Getsemaní: «¡Levantaos! ¡Vamos!». La comprensión cabal del Papado de Juan Pablo II exige que nos detengamos en la lectura de este pasaje evangélico, donde nos enfrentamos a la naturaleza rabiosamente humana de Jesús, angustiado ante la proximidad de la cruz. Como Jesús, el Papa preferiría apartar de sí el cáliz de dolor que se le tiende; pero, aunque su alma está «triste hasta la muerte» -como reconocía Jesús, mientras sudaba sangre-, entiende que su voluntad no cuenta, que existe otra voluntad suprema a la que debe obedecer, aunque al acatar ese mandato sepa que está inmolándose. En esa inmolación generosa en la que el hombre entrega su hálito por mejor servir la misión que le ha sido encomendada reside el misterio de la fe; en esa comprensión del hombre como recipiente de misiones que exceden su mera envoltura carnal se cifra la epopeya interior de Juan Pablo II.
Compadezcámoslo desde dentro, respirando por su misma herida luminosa.