Quizá no exista espectáculo más deprimente y perturbador que la contemplación de esas expediciones de adolescentes que, capitaneadas por su profesor, visitan de vez en cuando nuestras pinacotecas. Mientras el profesor les explica no sé qué erudiciones pictóricas, los chavales se aproximan a los cuadros, para leer el rótulo donde se especifica la escena bíblica que representan. Con consternación, con desaliento, con resignada lástima, compruebo que esos muchachos no saben interpretar los motivos de la iconografía religiosa: Eva sucumbiendo a la tentación ofidia, el clamor de la sangre derramada por Caín, las faunas enciclopédicas recolectadas por Noé, el sacrificio fallido de Isaac, las lentejas de Esaú, los sueños del faraón interpretados por José, las siete plagas de Egipto, el maná que desciende como una nieve sutilísima, las tablas de piedra donde se esculpe la voz de Dios, las trompetas que debelaron los muros de Jericó, las asechanzas de Dalila, las decapitaciones de Goliath y Holofernes, los juicios prudentes de Salomón, las calamidades que afligieron a Job y hasta los episodios más divulgados de la vida de Jesús les resultan ininteligibles, porque nadie se ha preocupado de incorporarlos a su bagaje cultural.
¿Qué pensarán mañana esos muchachos, cuando descubran que ese venero de conocimientos les fue amputado? Algunos ni siquiera llegarán a descubrirlo, habitarán para siempre esos limbos de vida subalterna que desde la telebasura les presentan como si fuesen la tierra prometida. Pero habrá otros que se rebelen contra ese destino de barbarie y zafiedad que les ha sido adjudicado; entonces comprobarán que son hombres cercenados, incapaces de entender a Dante, a Bach, a Tintoretto, incapaces, en definitiva, de explicarse a sí mismos. Cierto papanatismo ambiental ha querido remover de nuestra formación el continente hermoso de la cultura religiosa, encerrándolo en esas mazmorras donde también yacen otras disciplinas supuestamente arqueológicas, como el griego y el latín. Existe la convicción subnormal y siniestra de que los hombres de mañana deben crecer desgajados del ayer, como si ese ayer fuese una herencia inerte, y no un combustible que alimenta nuestra inteligencia. Con obscena premeditación, se ha propiciado el exilio de la religión de los planes de estudio; se ha fomentado la insensatez de hacernos creer que aquellos mitos ancestrales que nos ayudan a comprender nuestra sed de infinito constituyen una excrecencia prescindible, una hojarasca de creencias obsoletas que deben recluirse en el catecismo.
A veces me piden que explique, en un esfuerzo retrospectivo, el nacimiento de mi vocación literaria. Yo siempre menciono mis lecturas germinales y desveladas de la Biblia, aquel humus fértil sobre el que se asentó mi conocimiento del mundo. El mito es, como muy bien entendieron los griegos, el cimiento previo sobre el que se edifica nuestra capacidad de discernir y razonar; cuando se nos escamotea ese cimiento, se nos está arrojando a la intemperie de la orfandad intelectual. En ese puñado de mitos que desafían la caducidad del olvido, se halla la semilla de nuestra genealogía espiritual, la despensa de nuestra imaginación, el manantial del que se alimentan nuestras palabras, el espejo exacto que nos devuelve el reflejo de nosotros mismos, remontándonos hasta los orígenes y proyectándonos hacia un futuro indiscernible donde se agazapa la trascendencia.
Celebro efusivamente que los nuevos planes de enseñanza devuelvan a nuestros chavales un legado primordial que les fue salvajemente amputado.