Desde que Rodríguez Zapatero la mencionara en una de sus arengas veraniegas, la palabra «carca» se ha convertido en una suerte de talismán lingüístico que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. De campo semántico tan extenso como impreciso, con el concepto de lo «carca» ocurre aproximadamente lo mismo que con lo «cursi», según observara el gran Ramón Gómez de la Serna, «que tiene algo de perecedero y se va quebrando de generación en generación». Así, por ejemplo, veranear en un balneario habría sido considerado carca (amén de cursi) hace veinte años; hoy, en cambio, constituye un signo de distinción, muy en boga entre urbanitas estresados. Los abrigos de pieles, hace apenas un lustro, convertían ipso facto a su poseedora en una carca redomada; sin embargo, las ministras de cuota acaban de demostrarnos, por si alguien aún no se había enterado, que la peletería cotiza al alza en la voltaria bolsa de la moda indumentaria. El Diccionario de la Real Academia define «carca» como un adjetivo o sustantivo despectivo de significado más bien brumoso: «De actitudes retrógradas», o sea, nostálgicas del pasado. Sin embargo, la experiencia demuestra que el pasado regresa periódicamente a nuestras vidas, disfrazado de porvenirismo: los trajes de raya diplomática o el arte pop ayer nos parecían desfasadísimos, hoy se nos antojan el no va más de lo fashion, mañana quizá los volvamos a recluir en el desván de los cachivaches obsoletos. ¿Cómo definir, pues, lo «carca»? A falta de una mayor concreción, «carca» puede ser empleado como anatema con que se denigra al contrincante. A veces, estas descalificaciones de brocha gorda adquieren un predicamento indiscriminado entre los elementos biempensantes: así ha ocurrido, por ejemplo, con otro epíteto muy manoseado por nuestra progresía, «fascista», que lo mismo puede servir para motejar a un amante de la zarzuela, a un padre que no deja a su niña frecuentar las discotecas o a un asesino etarra. Ante la proteica heterogeneidad del mundo, quien se cree en posesión de la verdad se atrinchera en los tópicos (que son la cáscara con que se recubren las verdades vacías) y relega a los arrabales del oscurantismo a quienes profesan ideas distintas de las suyas. Por supuesto, en la denostación de esas ideas adversas no interfiere sistema de pensamiento ni criterio lógico alguno, mucho menos la reflexión moral; el denostador se erige en juez supremo que reparte bulas y sambenitos y dictamina arbitrariamente qué actitudes son carcas y cuáles deben considerarse intachablemente modernas, según su sacrosanta voluntad.
Si deseamos aquilatar el significado de «carca» sin incurrir en la caracterización tosca tendremos, pues, que acudir a la casuística. Así, por ejemplo, aceptando que el respeto a la vida, su consideración de bien jurídico máximo sobre el que se asientan los demás derechos humanos, constituye una muestra de avance social, ¿por qué el detractor del aborto es considerado «carca»? Si las etimologías, que nunca engañan, nos enseñan que «matrimonio» significa «oficio de la madre», ¿por qué quien niega entidad matrimonial a una unión infecunda es tildado de «carca»? Y, descendiendo a terrenos más pedestres o administrativos, ¿por qué restringir los horarios comerciales se califica de progresista? ¿Por qué un trasvase fluvial es más «carca» que una planta desalinizadora? ¿Por qué enviar tropas en misión humanitaria a Irak es más «carca» que mandar tropas con idéntico cometido a Afganistán? ¿Por qué una ministra de cuota que retoza entre pieles es una imagen progresista y una señora del barrio de Salamanca que se pasea con su abrigo de visón es una imagen «carca»? Prueben, por higiene mental, a desarrollar esta gimnasia casuística y comprobarán que, a la postre, el progresismo es un ejercicio de cínica conveniencia.