No hace falta recurrir a las encuestas para percibir el desaliento que postra a la mayoría de los maestros y profesores. Sus quejas, que ya suenan desesperadas y agónicas de tanto repetirse, se han convertido en esa marejada de fondo a la que nadie hace demasiado caso, al menos hasta que se produzca el definitivo maremoto que nos ahogue a todos. Si cada época propicia el heroísmo secreto y el sacrificio de una clase o grupo social, sobre cuyos hombros se arroja el peso de una responsabilidad sobrehumana, nadie dudará que ese papel poco remunerado (al menos, poco remunerado espiritualmente) se le ha asignado en nuestro tiempo a los maestros y profesores, cada vez más desatendidos en sus tareas educativas. Hemos logrado despojar de significado aquel adagio popular que asociaba la labor docente con la pobreza («pasa más hambre que un maestro de escuela»), pero a cambio hemos volcado sobre quienes la ejercitan la misión demasiado gravosa de servir de parapeto y muro de contención frente a la inepcia de nuestra política pedagógica y a la descomposición de los modelos familiares establecidos. Padres, profesores y alumnos coinciden en destacar la influencia insustituible que la institución familiar ejerce sobre el niño. Pero la desmembración de la familia, así como el asedio al que se ha visto sometida desde muy diversos frentes, dejan al niño expuesto a la intemperie del desamparo, huérfano de ese cimiento afectivo y cultural sin el cual resulta imposible levantar el edificio educativo. Algún día, cuando por fin se escriba la crónica veraz de nuestro tiempo, habrá que empezar a señalar con el dedo a los miserables que han jugado insensata y alevosamente a destruir el cimiento familiar, convencidos de que era el último baluarte donde se refugiaba la «reacción». Estos miserables, a quienes guía el afán de profanar lo sagrado y el más turbio resentimiento (no habría más que escarbar en las alcantarillas de su pasado), han logrado, mediante el recurso sistemático de la insidia, minar la piedra angular sobre la que se afirmaba nuestra convivencia y nuestra cultura. Ahora, la familia -o los jirones que de ella restan- ya no es aquella placenta en la que el niño asimilaba, mediante herencia secular, unos códigos de conducta y una forma de estar en el mundo, sino el páramo despavorido (¡sálvese quien pueda!) donde el niño crece sin brújula, expuesto a influencias que dejan en su piel, maleable como la arcilla, la huella de la vileza.
Desgajados de ese tejido familiar que antaño los nutría, los niños ya no van a la escuela para completar el alimento espiritual que recibían en casa. Ahora, los niños -y esto bien lo saben los desalentados maestros- son enviados allí por los padres remolones para que se desfoguen y desbraven; puesto que nadie de su familia se ha preocupado de ensayar esta labor de doma -que, convenientemente entreverada de cariño, constituye el más sano aprendizaje-, el niño llega a la escuela asilvestrado y enemigo, poco dispuesto a acatar las recomendaciones del maestro (mucho menos sus órdenes, que el acoquinado maestro ya ni siquiera se atreve a formular) y, a poco que éste se descuide, preparado para subírsele a las barbas. Súmese a esta pavorosa intemperie familiar que el niño arrastra la indigencia y la babosería de unos planes de estudio que premian la mediocridad y castigan la excelencia, que aborregan al estudiante y maniatan al maestro, que impiden la reprensión y el castigo, que estimulan la algarabía cejijunta del «todo vale» (hasta la promoción automática, no importa el número de asignaturas suspensas) y reprimen la enseñanza de esas disciplinas que conforman nuestro código genético y explican nuestro lugar en el mundo, a través del espejo insustituible del pasado. Con tanta vileza promovida por los miserables y los tontos, ¿a quién puede sorprenderle el desaliento de los maestros?