En un esmerado reportaje aparecido en el suplemento de Salud de este periódico, Nuria Ramírez nos proponía una lista de los diez grandes dilemas éticos con que la medicina se tropezará a lo largo del siglo que ahora empieza. Algunos, como la eutanasia, son antiguos como el mundo; otros, surgidos con el auge vertiginoso de la genética, nos arrojan a un páramo de perplejidad que tardaremos mucho tiempo en dilucidar. ¿O no? La mera utilización defectuosa del término «dilema» como sinónimo de «debate» o «controversia» revela nuestra actitud derrotista ante los implacables avances de la ciencia. Dilema, según proclama el diccionario, es aquel argumento formado disyuntivamente por dos proposiciones contrarias con tal artificio que, negada o concedida cualquiera de las dos, queda demostrado lo que se intenta probar. Como las metamorfosis del lenguaje siempre arrastran consigo algún inconsciente desplazamiento social, podríamos interpretar que, al otorgar el rango de dilema a lo que formalmente se nos presenta como controversia, estamos claudicando tácitamente y negando la posibilidad de una solución distinta a la que dicta el llamado «Progreso». Creo que este, sin duda, constituye el signo más preocupante de nuestra época: el hombre parece haber dimitido de su capacidad para ponderar los beneficios que la ciencia le puede reportar; sus dotes polémicas y reflexivas han sido suplantadas por una suerte de resignación más o menos risueña o pesimista. ¿Para qué vamos a debatir sobre asuntos tan acuciantes si, a la postre, no importa cuál sea la proposición que elijamos, el dilema quedará demostrado? Este derrotismo social ha propiciado el advenimiento de dos fenómenos que desmienten nuestra genealogía ilustrada. El primero consiste en la transformación de la ciencia en una superstición incontestable, que rechazamos o asumimos bovinamente. Con la ciencia ocurre hoy lo que antaño ocurría con las disciplinas esotéricas: aunque su perfume o resonancia alcance a cualquier persona anónima —lo cual le proporciona una coartada democrática—, sólo unos pocos iniciados se reservan el derecho de juzgar su desarrollo. Aniquilado ese ámbito de discusión intelectual con que toda sociedad sana debería acoger sus avances científicos, las únicas reacciones posibles ante dichos avances son el rechazo intransigente o la aceptación sin ambages. Huelga añadir que la beatería laica imperante ha conseguido adoctrinar nuestro subconsciente de tal modo que el rechazo sea entendido como un signo de tenebroso reaccionarismo.
El otro fenómeno propiciado por este derrotismo social es un mero corolario del que acabo de exponer. Habiendo dimitido de sus posibilidades dialécticas, la sociedad que acata los designios de la ciencia como si de una superstición se tratase está ya madurita para convertirse en una gran cobaya, en eso que los holandeses, tan engreídos de su condición pionera o roedora, denominan un «laboratorio social». Puesto que las discusiones previas han sido anuladas, la idoneidad de los avances científicos se decide mediante su aplicación. Los defensores de esta práctica abrupta sostienen con cierto optimismo sarcástico que la sociedad posee suficientes «defensas» (léase sentido común) para rechazar aquellos avances que puedan perjudicarla como especie; pero esta es una afirmación perversa, porque el sentido común del hombre es, por desgracia, egoísta, y sólo anhela la preservación de sí mismo como individuo, sin importarle lo que venga después. Sin importarle, desde luego, los abismos de abyección moral que se abren a ambos lados de ese camino expedito que nos brinda la ciencia. Así, resignados a que las controversias éticas cristalicen en dilemas irresolubles, aceptamos por puro egoísmo lo que nos echen encima. El silencio risueño de los corderos clonados es nuestro horizonte.