Resulta muy remunerador para el espíritu comprobar que el mundo conmemora la liberación de Auschwitz y execra la barbarie nazi. Resulta consolador que nuestros jóvenes posean un conocimiento nítido y accesible del holocausto judío. Me pregunto, sin embargo, si los jóvenes que han asimilado el nombre de Auschwitz como emblema del horror han oído mencionar alguna vez en su vida los nombres de Vorkutá o Solovetski. Me pregunto si poseen alguna mínima noción sobre el gulag que arrasó millones de vidas. ¿Por qué la mortandad desatada por el nazismo ocupa un capítulo medular en el libro de la memoria colectiva, mientras la mortandad promovida por el comunismo -mucho más abultada, por cierto- apenas representa una nota a pie de página? ¿Hemos de entender que la consideración que nos merecen las matanzas debe ser distinta, según el signo de la ideología que las aliente? Esta asimilación de un maniqueísmo perverso no afecta tan sólo a acontecimientos pretéritos. Reparemos, por ejemplo, en la muy diversa consideración que inspiran dos personajes contemporáneos en las postrimerías de su existencia, Pinochet y Castro. Ambos instauraron en sus respectivos países dictaduras repugnantes, crudelísimas, cimentadas con una argamasa de sangre: el primero -menciono esto sin propósito atenuante, más bien con un propósito agravante dirigido hacia el segundo- auspició sin embargo la recuperación económica de su país (pero ni todo el oro del mundo vale por una vida) y cedió al empuje democrático; el segundo se ha propuesto morir en la poltrona, dejando tras de sí un pueblo hundido en la miseria, donde las muchachas se prostituyen a cambio de una pastilla de jabón. Pinochet padece, en su senectud de viejo baboso, un hostigamiento que, desde luego, no bastará para resarcir todo el mal que causó; Castro, en cambio, se pavonea y recibe -como acaba de escribir Vaclav Havel- el «servil homenaje» de los Gobiernos europeos, que -a requerimiento del español- dejarán de invitar a las recepciones de sus embajadas en La Habana a disidentes del régimen.
Descendiendo al ámbito doméstico, también apreciaremos la existencia de un doble rasero en la calificación de las conductas. Si un ministro socialista es vituperado en una manifestación, enseguida aceptaremos que sus vituperadores son una patulea de derechistas extremos, fanáticos, fascistoides y no sé cuántas lindezas más; por supuesto, nadie pensará que los vituperios son fruto espontáneo de la calentura o la exaltación del momento, sino instigados desde instancias políticas a las que de inmediato se trasladará la responsabilidad. Naturalmente, si dichas instancias políticas no se apresuran a condenar los vituperios, se entenderá que los aplauden; y, aunque lo hagan, se entenderá que se trata de una condena meramente formal. En cambio, a un ministro conservador se le puede vituperar, zarandear y hasta propinar algún mojicón sin que nadie se sienta comprometido, incluso se podrán apedrear o incendiar las sedes de su partido sin que nadie se rasgue las vestiduras, pues tales muestras de encono se reputarán veniales, incluso benéficas, ya que la derecha tiene muchas culpas que purgar; por supuesto, aunque desde las instancias políticas de izquierda no se condenen tales violencias, nadie se atreverá a acusarlas de connivencia. La izquierda ha conseguido investirse de una suerte de impunidad moral; o, si se prefiere, ha logrado trasladar sobre su adversario político una conciencia de pecado original, una «culpa ontológica» que nunca logrará redimir, por mucho que se empeñe. La izquierda, entre tanto, aparece ante nuestros ojos ungida y preservada de culpa: a este chocante y universal embuste lo denominaremos desde hoy «el chollo ideológico».