Cuando ya está a punto de cumplir los ochenta años -¡a buenas horas, mangas verdes!-, el escritor alemán Günter Grass reconoce que militó en las Waffen-SS, auténtico ejército paralelo surgido en el seno de la organización nazi, fundado por el propio Heinrich Himmler, líder de las SS, la guardia pretoriana de Hitler. Conviene especificar que las Waffen-SS, que llegaron a aglutinar una fuerza de más de novecientos mil hombres, agrupados en treinta y ocho divisiones de combate, fueron condenadas, durante el proceso de Nuremberg, como integrantes de una organización criminal, por su vinculación directa con el Partido Nacional-Socialista. En las actas de dicho proceso, podemos leer que «las SS fueron usadas para propósitos criminales, incluyendo la persecución y el exterminio de judíos, brutalidades y asesinatos en campos de concentración, excesos en la administración de los territorios ocupados y el maltrato y asesinato de prisioneros de guerra». De dicha condena colectiva sólo se salvaron los soldados rasos.
De este modo, los veteranos de las Waffen-SS no pudieron acceder a los derechos que, tras la rendición incondicional del Tercer Reich, se les reconocieron a otros combatientes alemanes que habían servido en las filas de la Wehrmacht, la Luftwaffe o la Kriegsmarine. Digamos que, para ser reclutado por el ejército alemán, bastaba con haber alcanzado una determinada edad (que se fue rebajando, a medida que las carnicerías en el frente del Este aumentaban y la defensa de una Alemania agónica se hacía más perentoria); para ingresar en las Waffen-SS, en cambio, se precisaba aportar una declaración de fe nacional-socialista. El ingreso en dicho cuerpo requería una severísima instrucción previa que incluía el adoctrinamiento político; quienes presentaban solicitud no eran exactamente «voluntarios», sino más bien nazis convencidos y confesos. En honor a la verdad, debemos añadir que, durante los años finales, cuando la necesidad de reemplazos era más imperiosa, el ingreso en las Waffen-SS se relajó notoriamente, e incluso se generalizó el reclutamiento forzoso. Seguramente, la incorporación del joven Grass no exigió especiales muestras de adhesión al régimen que caminaba a marchas forzadas hacia su desmoronamiento.
En la entrevista publicada por el «Frankfurter Allgemeine Zeitung», Grass afirma que a los quince años había intentado sin éxito enrolarse en un submarino, pero que por su corta edad fue rechazado; dos años más tarde, sería llamado a filas e inscrito en la Décima División Armada «Frundberg», con sede en Dresde, la ciudad salvajemente bombardeada por la aviación aliada. Grass aduce que se ofreció voluntario para «salir del confinamiento que sentía como adolescente en casa de sus padres». Podemos aceptarlo, haciendo un esfuerzo de credulidad; más inverosímil resulta su siguiente afirmación: «Sólo cuando llegué a Dresde me di cuenta de que estaba en las Waffen-SS». Quizá un descargo de conciencia tan poco convincente se explique si recordamos que, por aquellas fechas -finales de 1944-, era vox populi que los Waffen-SS habían participado en masacres y perpetrado todo tipo de atrocidades en los campos de exterminio.
Por supuesto, no estamos insinuando que Grass sea un criminal (ni siquiera para el criterio de Nuremberg, a fin de cuentas era soldado raso). Pero esta confesión tardía de su pertenencia al cuerpo más temible y desalmado del ejército alemán exhala el inequívoco tufillo de la chamusquina. Sobre todo si consideramos que Grass ha fundado en buena medida su reconocimiento literario sobre su condición de sermoneador moral y «conciencia crítica de Occidente». Grass viajó al corazón de las tinieblas; y durante sesenta años nos lo ha ocultado. La impostura siempre ha sido el género literario predilecto de ciertos santones de la izquierda.