En su más reciente libro, ¡Levantaos! ¡Vamos! (Plaza y Janés), Juan Pablo II narra las circunstancias en que fue nombrado obispo auxiliar. Se hallaba a la sazón con un puñado de amigos en la montaña, preparado para descender en canoa por un río; cuando recibe la citación de Cracovia, no tiene empacho en subirse al remolque de un camión, para abreviar el viaje de vuelta. El hombre que comparece en esas páginas es un cuarentón fornido, brioso, atezado por el sol, que gusta de las caminatas campestres; casi cuatro décadas después, ese mismo hombre es un viejo tullido, azotado por el párkinson, que habla con una voz feble y respira dificultosamente. En su estampa demolida, como en las líneas concéntricas de un árbol recién talado, se adivinan las vicisitudes traumáticas de su biografía. Pero hay algo en ese anciano decrépito que se mantiene inmune a los estragos de la edad desde que, allá en la Polonia sometida por los nazis, decidiera hacerse sacerdote. De ese fuego que no declina su llama nos habla en su último libro, ya desde el mismo título que reproduce las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos en el huerto de Getsemaní: me refiero a la vocación de servicio, a esa capacidad para inmolarse en el desempeño de la misión que le ha sido encomendada, sacrificando hasta el último resuello.
Hemos vuelto a presenciar una muestra de esa obcecada vocación de servicio. En Suiza, el Papa leía ante diez mil jóvenes una exhortación en francés, alemán e italiano: su voz, adelgazada hasta la consunción, era apenas audible; sus manos temblorosas casi no le permitían sostener los papeles; en su rostro macilento se adivinaban los síntomas de una lipotimia. Uno de los eclesiásticos que figuraban en su séquito acudió en su auxilio, dispuesto a tomarle el relevo. Entonces el Papa, encorajinado, soltó un manotazo brusco y disuasorio sobre los papeles, mostrando así su deseo de apurar hasta las heces el cáliz del dolor; su gesto fue acogido con una ovación por los jóvenes que lo escuchaban. En esa vibración unánime de diez mil gargantas que coreaban su nombre, el viejo Wojtyla creyó escuchar la voz que tantas veces lo ha inmunizado contra el desistimiento: “¡Levántate! ¡Vamos!”; y el viejo Wojtyla sonrió, espantando los fantasmas del desaliento, y concluyó su exhortación. Luego, inflamado por esa gasolina espiritual que lo empuja a acometer tantas empresas para las que su naturaleza malherida no parece preparada, lo vimos incluso enarbolar los brazos, siguiendo el ritmo de las danzas que se ejecutaban en su honor.
Con aquel manotazo abrupto, el Papa respondió tácitamente a quienes cuestionan su idoneidad como sucesor de Pedro. El viejo Wojtyla ya ha decidido que seguirá siendo Papa mientras la sangre circule por sus venas; lo que mucha gente no entiende es que dicha decisión no es suya, sino inspirada por una fuerza interior de la que el viejo Wojtyla no es sino mero depositario. Horacio, para referirse a la inspiración poética, mencionó un “algo divino” que convierte al poeta en intermediario entre las musas y los mortales; el poeta no puede sustraerse a ese aliento que lo enaltece, tampoco puede fingirse inspirado cuando ese aliento lo ha dejado huérfano. Como el poeta, el Papa no puede renegar de su misión, ni alargarla obcecadamente cuando ese “algo divino” deje de visitarlo; mientras siga escuchando esa voz que lo incita a seguir apurando el cáliz del dolor, al viejo Wojtyla no le queda otro remedio que obedecerla. “¡Levántate! ¡Vamos!”, exclama esa voz. Y el viejo Wojtyla suelta un manotazo brusco, con la misma prontitud con la que hace cuarenta años, fornido y brioso, abandonó su canoa entre los carrizos de un río, para acudir a Cracovia.