Entrevistaba ayer en «Los Domingos de ABC» Álvaro Ybarra a Sor Brígida, una monja carmelita que hace veintiséis años viajó a Malawi, siguiendo el llamado de su vocación. Sor Brígida era entonces una joven que acababa de consagrars a Cristo; y entendió que el mejor modo de demostrar a su Esposo su amor incondicional consistía en entregarse sin reticencias a sus criaturas más dolientes. Hay un pasaje evangélico en el que se nos recuerda que Dios habita en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el peregrino, en el preso; Sor Brígida acató esta misión inabarcable y decidió sacrificarse por amor a los hombres que sufren, que es la forma más divina de amor. Durante años, trabajó en pleno corazón de la selva, en un hospital alejado de la civilización, sin luz ni agua corriente. Luego, cuando el sida empezó a diezmar el país, se trasladó a otro hospital donde se hacinaban los enfermos desahuciados. Sin dinero ni medicinas con que hacer frente a la enfermedad, Sor Brígida se dedica desde entonces a hacer más llevadera la agonía de quienes tienen los días contados, velando sus noches que quizá nunca vean la salida del sol. Allá donde la medicina no ofrece esperanzas, Sor Brígida ofrece otra esperanza más eficaz y consoladora, que es la que proporciona saber que existe una persona a nuestra vera dispuesta a entregar hasta su último hálito por nuestra salvación. Imagino a Sor Brígida cincuentona y enjuta, trabajada por las arrugas y expoliada por el cansancio; la belleza de la juventud habrá desertado de sus facciones, pero la sostiene una gasolina espiritual que la convierte en la mujer más hermosa del mundo a los ojos de sus enfermos, cuando se acerca a su lecho y los arrulla con voz balsámica y les borra la fiebre con un beso y les tiende una mano para ayudarlos a ascender su calvario, para morir con ellos -carne de su carne-, un día tras otro.
Mientras Sor Brígida alumbra las tinieblas de la muerte en un hospital de Malawi, un viejo viejísimo recorre Eslovaquia. El polvo del camino ha cegado su voz; las muchas leguas han desgastado sus sandalias, hasta dejarlo tullido. Podría refugiar su decrepitud en la molicie de un palacio vaticano, pero entiende que la misión que le ha sido confiada exige apurar hasta las heces el cáliz del dolor, convertir sus achaques en una eucaristía que alivie y reconforte a los de quebrantado corazón. En su Polonia natal, el Papa Wojtyla saboreó las hieles de la vesania nazi y la brutalidad comunista; es un hombre curtido en el dolor, que ha visto morir a sus compatriotas inmolados en las hogueras de las ideologías represoras. Ahora, en su vejez, quiere consumirse en la propagación de un mensaje liberador; como a Sor Brígida, lo empuja una gasolina espiritual que se sobrepone a los quebrantos de la carne. Y, así, su sufrimiento cada vez más lacerante se convierte en testimonio: al tomar sobre sus hombros la cruz que lo extenúa, el Papa Wojtyla nos demuestra que existe dentro de nosotros un yacimiento de inexpugnable entereza que vence la fragilidad de nuestra envoltura mortal. La época que nos ha tocado vivir prefiere que sepultemos ese yacimiento, porque sabe que así podrá mantenernos encerrados en una cárcel de hedonismo; pero ante la visión de ese viejo viejísimo que no vacila en calcinar su vida para extender su mensaje de liberación, algo se remueve dentro de nosotros. Es como si la gasolina que sostiene en pie a Sor Brígida y empuja al Papa Wojtyla por los arrabales del atlas nos incendiase también a nosotros, invitándonos a despojarnos de las vestiduras del hombre viejo.
Nietzsche desdeñaba el cristianismo, por considerarlo una religión de débiles. No entendía que en esa debilidad sufriente reside su fuerza.