Recibo con frecuencia cartas de lectores que me brindan su apoyo y me muestran su agradecimiento, por abordar asuntos o defender posturas -cito a uno de mis corresponsales- «que sólo le granjearán antipatías. No porque lo que usted sostiene sea contrario al sentir general, sino porque quienes sentimos como usted no nos atrevemos a decirlo, para que no nos tachen de retrógrados». La carta que cito me ha llegado en estos días –al hilo de una pendencia descabellada que ha alimentado la liberalidad excesiva de este periódico–, pero su tono dolorido y hastiado responde a un estado de ánimo colectivo y, por desgracia, endémico. Son muchas, demasiadas, las personas que se sienten desalentadas ante el sistemático avasallamiento de sus principios; son muchas, demasiadas, las personas que ante tan eficaz y sostenido atropello ponen la otra mejilla y se refugian en el ostracismo y el silencio, temerosas de que su voz pueda sonar a discordancia irrisoria. Entre el ejército de personas postradas que ya no se atreven a oponer resistencia figuran jóvenes y viejos, hombres y mujeres, ricos y pobres, todos ellos unidos en la triste fraternidad de la derrota y como resignados a un papel de comparsería sordomuda en el guirigay desatado por quienes los han hecho callar. ¿Para siempre? Me resisto a creerlo. Proclamar que el rey está desnudo se ha convertido en un acto de involuntario heroísmo; pero si no nos atrevemos a proclamarlo, por miedo a ser confinados en los barracones del desprestigio social, acabaremos reducidos a añicos, triturados por la voraz máquina de la mentira.
Esa máquina cuenta con una organización envidiable. Quienes diariamente engrasan sus engranajes se sirven del silencio pusilánime de quienes no se atreven a pronunciar su pequeña verdad, y también del susurro apagado de quienes, por culpa de una tolerancia mal entendida, se dejan apabullar por el griterío de los fanáticos. Contra el fanatismo no valen tibias y afligidas transigencias; contra el fanatismo hay que oponer una beligerancia sin fisuras, una hostilidad a cara de perro. Me escriben muchos lectores que contemplan cómo sus creencias religiosas son arrastradas por el fango, que comprueban cómo sus sentimientos más nobles son tomados a chirigota y vilmente ridiculizados, que descubren con perplejidad cómo la morralla artística es encumbrada a las cúspides del Parnaso. Esa inversión de valores, tan rampante y satisfecha de sí misma, no hubiese sido posible si se hubiese tropezado con una oposición enconada; pero los miserables que la promueven sabían que el odio, el sectarismo y el rencor, esas pasiones sórdidas que guían sus designios, iban a encontrar el campo de batalla expedito, pues enfrente sólo había apatía y desmoronamiento. Y complejos, sobre todo muchos complejos.
Estos complejos vergonzantes han condenado a muchas personas a los arrabales del silencio compungido. Algunas -las más derrotistas– se resignan a una vida subalterna y marginal. Otras -las más bellacas- reniegan de esos principios, o los maquillan con un barniz pringoso que les permita pasar desapercibidas en el concierto de balidos dirigido por los que mandan. Unas y otras dimiten de sus creencias más queridas y arraigadas, o las condenan a la clandestinidad, creyendo que así podrán dar el pego y evitar que se les tache de cavernícolas y fachas. Pero los miserables de alma peluda y embetunada que han propiciado el afloramiento de estos complejos se ríen, mientras tanto, a mandíbula batiente; porque ellos bien saben -como las alimañas, distinguen a sus congéneres por el olfato- quiénes son los suyos y quiénes se esfuerzan en vano por serlo, en un patético ejercicio de travestismo y tragaderas. También saben que el rey está desnudo, pero se las prometen muy felices, puesto que nadie lo denuncia. Espero que algún día se les acabe el chollo.