Resulta cada vez más frecuente y extendido ese juicio turulato que descalifica una novela porque «no engancha», o una película porque adolece de lentitud. Hasta hace unos pocos años, estos juicios mentecatos sólo circulaban entre el público más plebeyo y adocenado, que se asoma a un libro o se mete en una sala oscura deseoso de que le entretengan la estulticia con atracciones de barraca, trepidaciones de pacotilla y pirotecnias de relumbrón. Pero el mercado, esa gangrena que todo lo devora, ha infectado también a quienes antaño distinguían entre arte y entretenimiento a granel; y así, cada vez resulta más asiduo que se juzgue una creación artística con estos criterios lacayos, incluso desde tribunas y púlpitos de prestigio. Con oprobiosa desfachatez, se desacreditan aquellas creaciones que no halagan las demandas más rudimentarias del lector de folletines, o del espectador acostumbrado a las pachanguitas estrepitosas. Quizá lo más triste del asunto es que, en un afán por ampliar la demanda de «productos culturales» (que así es como designan los apóstoles del mercado a los libros y a las películas), se rebaja el nivel de exigencia creativa; y el gusto plebeyo de la masa se convierte en veredicto tiránico de calidad.
Ninguno de los libros que han cambiado mi vida me han «enganchado». Eso del enganche es una majadería que quizá consuele a una bestia pasiva que busque en el libro un anzuelo que tire de su aburrimiento. Ni San Agustín, ni Dante, ni Goethe, ni Henry James, ni Marcel Proust enganchan; la misión de un libro no es la misma que la de un caballo tirando de una carreta. Los libros que han enaltecido la naturaleza humana sumergen al lector en océanos de incertidumbre, lo exponen a dificultades desgarradoras, retan su inteligencia, invocan su esfuerzo cognitivo, lo someten a una búsqueda laberíntica, lo conducen hasta territorios donde se dirime la verdad, lo inquieren exigentemente, reclaman el concurso de todas las potencias de su alma. Y el lector sale de estos libros adelgazado y transparente, bendecido por una epifanía, porque el viaje, sembrado de escollos y tormentas, lo ha transformado en un hombre nuevo. Los libros que «enganchan» son alfalfa para el ganado; porque la obra de arte verdadera no nos arrastra indolentemente, más bien tira de nosotros en direcciones opuestas, para hacernos sangrar y escindirnos.
Algo semejante podría predicarse de las películas. El público petardo asigna al cine que no le satisface el epíteto de lento. No entienden que la velocidad no es una virtud artística; confunden el arte con el motor de explosión. Quizá no haya existido un director más refractario al frenesí que Dreyer; pero cuando nos asomamos a sus creaciones inmortales, cuando nos anegamos de su cadencia (que no es lenta ni rápida, es la propia respiración que exige su búsqueda por pasadizos espirituales), sentimos que nos ha crecido un tercer pulmón en el pecho, sentimos que hemos asistido a una verdadera revelación. Y el camino hacia la revelación nunca es expedito ni asfaltado, sino, por el contrario, intrincado y cuesta arriba. ¡Y cuánta luz hay al final de la atalaya! Dreyer, según esa acuñación contemporánea digna de marujas y zascandiles, es lento; Eric Rohmer es lento; y también Pasolini, y Kurosawa, y Tarkovsky, y Ermanno Olmi, y Bergman, y Mizoguchi. Y si se paran a pensarlo, hasta John Ford es lento; y David Lean es lento, y Sergio Leone es lento, y todos son geniales en su bendita lentitud.
Acabo de leer que a José Luis Garci le han tachado de «lenta» una de sus películas, como excusa para excluirla del archisabido reparto de prebendas. No se me ocurre una más alta distinción, un elogio más honroso. Qué suerte tiene Garci por ingresar en esa selecta cofradía de artistas «lentos» que no «enganchan».