Los perseguidores de Cela se rasgan ahora las vestiduras porque el escritor ha leído un discurso que repetía con escasas variantes otro que ya había largado en una ocasión anterior. El refrito de Cela, muy saludable y divertido, demuestra varias verdades incontrovertibles: a) que los fastos culturales al estilo del celebrado en Valladolid constituyen ejercicios bostezantes donde no importa repetir lo que ya se ha dicho; y b) que los medios de adoctrinamiento de masas sólo se enteran a la segunda. Paradójicamente, el fasto vallisoletano, tan aburrido y suntuoso, no ha deparado ninguna noticia digna de mención, salvo las precisiones lingüísticas de Cela, que en Zacatecas quedaron difuminadas porque Gabriel García Márquez las apabulló con aquella boutade peregrina que postulaba la supresión de la ortografía. Hay que aplaudir, pues, a Cela, por desenmascarar la inercia que rige estos fastos, donde los zampones que manejan el cotarro se llevan la guita a casa por ensartar chorradas grandilocuentes, y encima se pavonean como si fuesen los salvadores del idioma. Y hay que rendirle un aplauso supletorio por haber dinamitado el marasmo informativo que segregaba un fasto tan superfluo. Cela, octogenario e instalado en la gloria, sigue conservando el instinto terrorista de su juventud. ¿No deberíamos agradecérselo, en lugar de abrumarlo con denuestos hipócritas? Por lo demás, el refrito constituye la cortesía máxima del escritor, que vuelve a regalar a sus lectores aquellas palabras que en otro tiempo les brindó sin que le hicieran caso. Si Cela consideraba que las precisiones contenidas en su discurso merecían la atención social, ¿por qué no habría de repetirlas dos, tres y hasta trescientas veces si le apetece? ¿Acaso no hubiese sido mucho más lamentable ofrecer un pálido remedo, una paráfrasis difusa o cualquiera de esas triquiñuelas que el escritor emplea para marear la perdiz? Además, ¿no consiste la dignidad intelectual en pensar lo mismo sobre los mismos temas? ¿No es preferible repetirse que ser un veleta? Ciertamente, el abuso del refrito puede convertir al escritor en una caricatura de sí mismo; algo así le ocurrió a Emilio Carrere, rapsoda de las musas del arroyo y de la bohemia más desastrada, que completaba los manuscritos rescatando de aquí y de allá capítulos de sus obras anteriores, a los que sólo cambiaba el título y los nombres de los personajes. Pero frente a este caso paródico de Carrere, tenemos el ejemplo de Valle-Inclán, que con gran habilidad empedraba sus novelas con retazos de los cuentos que previamente había publicado en revistas de la época. ¿Acaso la comisión del refrito rebaja el esplendor de la prosa valleinclanesca? Otro refritero insigne y recalcitrante, acostumbrado a pasar varias veces sus artículos por la sartén de la prensa, fue Julio Camba, que en los aledaños de la vejez se dedicó a rescatar piezas de juventud. En ABC no tardaron en descubrirle el ardid, pero nunca se lo reprocharon, pues, ¿acaso aquellas palabras traspasadas de sutil inteligencia no merecían los honores de la reimpresión? También Dámaso Alonso practicó con risueña impunidad el refrito en sus conferencias, que pronunciaba una y otra vez, sin variar una coma, hasta que consideraba que ya las había amortizado. Para realizar este cómputo, solía anotar en los márgenes de la conferencia mecanografiada las cantidades que le iban abonando en ateneos y casinos y cajas de ahorros, hasta completar una cifra decorosa. En alguna ocasión me ha ocurrido que algún lector me ha conminado a volver sobre el tema de algún artículo que le ha complacido especialmente. A estos lectores tan impacientes siempre les respondo con socarronería: «Paciencia, amigo, que todo se andará; basta con que dejemos correr un poco de tiempo». No saben ellos cuánto les agradezco estas incitaciones al refrito, pues las avaras musas no nos permiten ser originales sin interrupción. Afortunadamente, porque quien es original sin interrupción o es un chaquetero o es un charlatán. Cela le ha lanzado con su refrito una higa al mundo, que es como una señora sorda exigiendo que le repitamos a voces que, además de sorda, es una fea y una estrecha.