Me molesta escribir sobre aquellas cosas en las que no creo. Siempre he mirado con desconfianza o escepticismo esa entelequia denominada Unión Europea, que no es sino una alianza descaradamente mercantil, indiferente a cualquier signo de identidad cultural. Mi europasotismo, que quizá en sus orígenes tuviese algo de irracional, se ha abastecido de razones durante los últimos años, ante el espectáculo de desmelenada división ofrecido por los Estados miembros, tan atentos a la satisfacción del provecho propio y tan displicentes o remolones en la búsqueda del interés común. Los españoles ya pudimos comprobar durante la pintoresca crisis de Perejil el apoyo que hallaríamos en nuestros socios europeos cuando se presenten asuntos más graves. De modo que la promulgación de esa tan cacareada Constitución Europea, que nace con vocación de papel mojado, me importa un comino. Y hasta contemplo con simpatía que sus redactores se resistan a mencionar en su preámbulo las raíces cristianas que hermanan a los europeos, pues me disgusta que los mercaderes se instalen en el templo.
Dicho esto, la pretensión de configurar una identidad europea sin alusión al cristianismo resulta tan grotesca que ni siquiera merece comentario. No hace falta albergar conocimientos enciclopédicos para saber que los tres pilares sobre los que se sustenta la cultura europea son la filosofía griega, el derecho romano y la religión cristiana. Tampoco hace falta ser ninguna lumbrera para entender que la pervivencia de los dos primeros se debe a que el cristianismo decidió adoptarlos como propios. Frente a esta estrategia asimiladora se sitúa la actitud de otra religión que se extendió por las regiones profundamente romanizadas del norte de África: mientras el Islam -salvo algunas corrientes heterodoxas- se empleó con denuedo en el exterminio de la herencia grecolatina, la Europa cristiana se preocupó de mantener su vigencia. Aristóteles y Virgilio llegan hasta nosotros porque el cristianismo quiso preservarlos, imitarlos y venerarlos; Santo Tomás de Aquino o Dante no serían explicables sin esta cuidadosa conservación del legado pagano. Y a este inabarcable legado cultural, erigido sobre cimientos previos, aportó el cristianismo un nuevo código moral fundado sobre el misterio de un Dios que se hermana con el sufrimiento humano. Presentar las conquistas jurídicas y sociales que hoy rigen el funcionamiento de los Estados europeos como si el humanismo cristiano no las hubiese influido constituye un ejercicio de cinismo o ignorancia insoportable. El principal motivo de fricción del cristianismo con el Imperio Romano no fue la intromisión de una nueva divinidad (para entonces, Roma era una entelequia sin Dios que admitía un batiburrillo de cultos religiosos), sino la novedosa consideración del hombre como criatura sobre la que no podía ejercerse esclavitud, porque más allá de su condición de ciudadano estaba la condición de hijo de Dios.
En su coyunda con el poder terrenal, el cristianismo cometió muchos y abominables errores. Pero no es la repulsa de esos errores pasados lo que impulsa a los redactores de esa Constitución Europea a silenciar el legado cristiano, sino la negación presuntuosa de un acervo cultural y moral que les resulta incómodo, porque desborda la insignificancia de sus pretensiones. Una Europa extirpada del cristianismo resulta ininteligible, pero a la vez mucho más cómoda y practicable para los cambalaches de los mercaderes. Así que, mientras ellos redactan sus papelitos mojados, yo me quedo en casa leyendo «La Divina Comedia», que para mí es la verdadera Constitución Europea.