La celebración de la fiesta de las familias cristianas les ha dejado el cuerpo a los progres como a la niña de «El exorcista». El progre, que es analfabeto y se vanagloria de serlo, cuando se refiere a la familia le añade desdeñosamente el calificativo de «tradicional»; pero decir «familia tradicional» es como decir «cigüeña ovípara». El progre es ese tío que está dispuesto a defender la existencia de cigüeñas que se reproducen al modo mamífero, o por esporas; y, del mismo modo, pretende vendernos la moto de que existen familias no tradicionales. Al decir «familia tradicional», el progre revela dos rasgos constitutivos de su idiosincrasia: su incultura supina (ignora el muy zoquete que traditio significa «entrega», «transmisión»; y huelga explicar que no puede existir familia si no existe transmisión de vida, afectos y valores) y su odio atávico, inveterado, insomne a la tradición.
Y es que la razón vital del progre no es otra que acabar con la tradición, romper los vínculos que unen a unas generaciones con otras. La tradición es una larga cadena viviente en la que cada generación absorbe el acervo moral y cultural que la precede y lo entrega a la generación siguiente; y en ese proceso de transmisión, que no es inerte ni fosilizado como pretende el progre, cada generación enriquece el legado recibido mediante aportaciones propias. Así ha ocurrido desde que el mundo es mundo, en el arte y en la vida; y la civilización humana ha crecido de este modo, sobre el humus fecundo de los tesoros que las generaciones anteriores se han encargado de preservar y ceder en herencia a quienes venían después. El progre sabe que, mientras esta cadena no se quiebre, no logrará imponer sus designios; de ahí que quiera destruir el mundo heredado de nuestros antepasados y sustituirlo por otro nuevo en el que ya no existan vínculos entre generaciones. Por supuesto, este afán destructivo no es inocente: el progre sabe que el hombre desvinculado deja de ser hombre para degenerar en monicaco; sabe que, desamparado de la tradición, el hombre se convierte en carne de ingeniería social. Por eso, el progre abomina de las fiestas y ritos que nos vinculan al pasado, por eso destierra de sus planes educativos el Latín y lo sustituye por Educación para la Ciudadanía, por eso trata de matar los afectos que sólo en el seno de la familia adquieren sentido. Pero el progre no puede completar su designio destructivo sin ofrecer algo a cambio, una pacotilla que anestesie el desvalimiento humano. Y así, aprovechándose de ese desasosiego que deja en el corazón del hombre la falta de asideros, le vende progreso y modernidad como lenitivos de su terrible desvalimiento; y se los vende a través de la propaganda de los medios de adoctrinamiento de masas, logrando que el hombre alienado de su naturaleza (de la tradición que lo constituye) crea que esos lenitivos son más atractivos, logrando arrasar esa silenciosa y pensativa conversación de generaciones que a lo largo de los siglos había garantizado la transmisión de afectos y valores morales.
El progre sabe que para llevar a cabo su misión necesita destrozar el tejido celular de la sociedad, los vínculos que unos hombres entablan con otros según un impulso cordial y sagrado. También sabe que la primera sociedad natural es la familia: destruida ésta, será mucho más sencillo llevar a cabo sus designios. Y disfruta orgiásticamente contemplando los efectos de su devastadora acción: matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera. Cuando, por el contrario, descubre que aún hay familias que se resisten a su ingeniería social; cuando descubre que aún queda gente con sueños comunes, con ideales compartidos, con afectos heredados de sus mayores que se renuevan en sus hijos; cuando descubre la fidelidad y la perseverancia de los buenos en medio de una generación que ya creía pervertida; cuando descubre que, además, toda esa resistencia numantina se funda en Dios… bueno, es natural que se le ponga el cuerpo como a la niña de «El exorcista».