Una pareja de perturbados estadounidenses ha anunciado su deseo de recurrir a la clonación para procrear, facultad que la sabia naturaleza les había denegado. En una entrevista concedida a una cadena televisiva, entre otras lindezas de parecido jaez, la pareja de perturbados ha proferido: «Queremos tener un hijo, pero no queremos traer al mundo un niño anormal; si supiéramos que el feto padece graves malformaciones, abortaríamos de inmediato». No se puede compendiar en menos palabras una apología tan risueñamente depravada de la eugenesia: primeramente, se clona un embrioncito de nada; y si el experimento no funciona, pues nos cargamos el embrioncito y santas pascuas. Que los autores de esta aseveración no hayan sido aún internados en un manicomio ratifica una sospecha que llevo incubando durante años. Estamos asistiendo, como imbéciles clonados, a la aceptación legal y social de las más nauseabundas aberraciones. Todas aquellas chorradas de la oveja Dolly, todos aquellos rollos macabeos de la llamada «clonación terapéutica» no eran sino preámbulos de lo que vendría después. De lo que se trataba era de aturdir a la masa de imbéciles clonados con aproximaciones al meollo del asunto, para que, cuando por fin se anunciase la aberración definitiva, la docilidad y el hastío nos dejasen huérfanos de argumentos éticos.
Los artífices de estas aberraciones sabían perfectamente cuál era su objetivo; pero sabían también que el anuncio de ese objetivo no sería posible sin la previa conversión de la humanidad en un rebaño de imbéciles clonados que rinden culto a la Sacrosanta Ciencia. Por supuesto, había que lograr que los Dogmas de esta nueva religión resultasen ininteligibles; sólo así, envolviéndolos en la nebulosa de la confusión y el milagro, se lograría que los imbéciles clonados los acatasen. Un día, los artífices de estas aberraciones nos presentaron la inmolación de unos cuantos miles de embrioncitos de nada como la panacea que convertiría el Alzheimer, la leucemia o el Parkinson en males tan fácilmente extirpables como un divieso en el culo. Inmediatamente, los medios de adoctrinamiento de masas se dedicaron a propagar la Buena Nueva, mientras los Gobiernos de los Estados más progresados la financiaban; y los imbéciles clonados quedamos a la espera, aguardando el remedio a nuestros males y hasta engolosinados con una insinuada promesa de inmortalidad. Algunos años después, ya empezamos a intuir que la llamada «clonación terapéutica» es un timo más burdo que el del tocomocho; pero, mientras el trampantojo aún ejerza sobre nosotros su fascinación esotérica, los artífices de estas aberraciones seguirán forrándose. Ya han conseguido lo más difícil, que es disfrazar su avaricia rampante con los ropajes del altruismo; mucho más sencillo será invocar a partir de ahora otras excusas que les permitan proseguir sus experimentos y el engorde de su cuenta corriente.
Como el rollo macabeo de la «clonación terapéutica» ya no cuela, los artífices de estas aberraciones recurren a nuevos disfraces. Y así, comercian con el instinto de maternidad de las mujeres estériles, y con la compasión que su tragedia despierta en el común de los mortales. Puesto que los imbéciles clonados ya estamos suficientemente maleados por la propaganda y nos limitamos a aceptar estólidamente lo que venga, los artífices de estas aberraciones sólo requieren, para completar la hazaña, el concurso de algún tonto útil, como esa pareja de perturbados estadounidenses, que se avenga a ejercer de cobaya. Pero no nos escandalicemos ahora; el mal se consumó hace ya mucho tiempo: ocurrió el día en que aceptamos que un embrión podía sacrificarse, como si fuese una empanadilla que arrojamos a la sartén.