Esta mañana, cuando apenas rayaba el alba, ha entrado mi hija de tres años en la habitación, pidiéndome que apoquine un donativo para la Jornada de la Infancia Misionera. En su colegio, regentado por hermanas concepcionistas, le han hablado de otros niños de Guinea Ecuatorial o el Congo, Brasil o Filipinas, atendidos como ella por esta congregación misionera; niños que habrían muerto víctimas de enfermedades feroces o de pura inanición si esas monjas heroicas no hubiesen mediado en su tragedia. Como las hermanas concepcionistas, son miles los hombres y mujeres, religiosos y seglares, que un día cualquiera decidieron inmolarse en la salvación de otras vidas que languidecían en los arrabales del atlas; hombres y mujeres que, como cualquiera de nosotros, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutando de las ventajas de una vida regalada, pero que respondieron sin rechistar a su vocación.
«¿Y qué es la vocación?», me interrumpe mi hija. «Es una llamada de Dios», empiezo un poco atolondradamente, pero como compruebo que mi hija no acaba de entenderme añado: «Dios nos habla a través de los niños que sufren». Y como temo que mi hija confunda a Dios con un ventrílocuo, trato de explicarme: «En realidad, Dios está dentro de cada niño que sufre, Dios es cada niño que sufre. Pero sólo algunas personas elegidas saben verlo; mientras los demás miramos para otro lado, los misioneros miran a Dios a los ojos, lo toman entre sus brazos, le dan un trozo de pan, le curan las heridas…». «¿Y también le cantan para que se duerma?», me interrumpe mi hija, empezando a comprender. «Todas las noches», le respondo. «¿Y cuándo se duerme ellos también descansan?», insiste. «No, ellos siempre están despiertos, porque apenas han conseguido que uno de estos niños se duerma otro empieza a llorar». Mi hija frunce el entrecejo: «¿Dios también llora?». «También. Dios está llorando siempre», le contesto.
Y estos misioneros, centinelas perpetuos de su llanto, se dedican a apaciguarlo, sabiendo que su misión es incontable como las arenas del desierto. Están hechos del mismo barro que nosotros, incluso parecen más frágiles que nosotros, más adelgazados por las noches de insomnio, por el recuerdo de las muchas vidas que han visto consumirse, por el llanto que no cesa y la rabia de no ser omnipotentes; pero en sus cuerpos curtidos por el sol y adelgazados de vigilias se esconde un incendio de benditas pasiones que mantiene caldeada la temperatura del mundo. Quizá mañana mismo se den de bruces con la muerte, que les tenderá su emboscada bajo la forma de un contagio, o de una ráfaga de plomo; pero, entretanto, perseveran en su epopeya silenciosa, sin aguardar otra recompensa que la sonrisa de un anciano famélico, la mirada palúdica de un niño que apenas se sostiene en pie, la caricia exhausta de una mujer que los contempla entre las neblinas de la fiebre. Ellos saben que en esa sonrisa claudicante, en esa mirada desvanecida, en esa caricia de rendida gratitud se esconde Dios. Son veinte mil españoles, entre los cientos de miles que se reparten allá donde las hambrunas y las guerras endémicas trituran vidas ante la indiferencia de los politicastros y los noticieros televisivos. Si mañana dimitieran de su misión, la noche se abalanzaría sobre el mundo. Seguimos vivos porque el fuego que los enardece no declina su llama.
Son veinte mil españoles para atender la muchedumbre del dolor, para apaciguar el llanto multitudinario de Dios que se copia en las lágrimas de cada hombre que sufre, para llevar el Reino a los parajes más arrasados del planeta. Son veinte mil hombres y mujeres salvando cada día a millones de niños. Y necesitan nuestra ayuda: nuestro aliento, nuestra gratitud y también nuestro dinero. Así que a ver si apoquinamos.