Más de millón y medio de españoles reclaman con su firma que la asignatura de Religión sea evaluable y computable en el expediente académico. La cifra, que quizá aún se incremente en las próximas semanas, refleja una demanda colectiva que cualquier Gobierno sensato debería atender; pero uno empieza a sospechar que la sensatez se ha convertido en virtud desacreditada en una época que atiende con solicitud las reivindicaciones de las minorías más variopintas, siempre que estén aderezadas con los ribetes del estrépito y el victimismo, pero considera fútiles o reaccionarios los anhelos de un amplio sector social, al que de forma sibilina se margina y enmudece. Tres cuartas partes de los padres de nuestros alumnos reclaman para sus hijos una formación religiosa católica; con ello no hacen sino exigir un derecho que la Constitución les reconoce en su artículo 27. Resulta incuestionable, aunque la letra de la ley no lo recoja expresamente, que esa «formación religiosa y moral» que los padres demandan no puede ofrecerse en condiciones precarias o subalternas respecto a otras disciplinas, sino en condiciones de estricta igualdad; pues, de lo contrario, la enseñanza de la Religión se convertiría en una especie de excrecencia cansina dentro del sistema educativo, lo cual contradice el mandato constitucional.
Nuestras autoridades educativas saben perfectamente que cuando se niega valor académico a una determinada disciplina se la está condenando a la insignificancia. En los últimos años ha triunfado cierta propaganda demagógica que trata de igualar la asignatura de Religión con una catequesis más propia del ámbito pastoral que del estrictamente educativo. Pero convendría recordar que la asignatura de Religión es algo muy distinto a una catequesis en la que se transmiten conocimientos doctrinarios. Así lo interpretan muy sabiamente los millones de padres que, sin ser celosos católicos practicantes, entienden que la educación integral de sus hijos exige incorporar el legado cultural y moral aportado por el cristianismo. Un legado que constituye la argamasa esencial sobre la que han crecido el arte y el pensamiento occidentales; un legado sin el cual serían incomprensibles algunas de nuestras conquistas más enaltecedoras, desde la abolición de la esclavitud hasta el respeto escrupuloso por la vida. Privar a nuestros jóvenes de este ingente legado equivale a extirparlos de su filiación genética. El cristianismo fundó un nuevo sistema de valores sustentado sobre el amor, la piedad y el perdón; valores humanistas que no sólo conservan plenamente su validez, sino que cobran ahora una preciosa y renovada vigencia en una época tan tentada por el relativismo moral. El cristianismo fundó, además, una nueva cultura que, asumiendo la herencia pagana -la filosofía griega, el derecho romano-, inspiraría las más altas creaciones. Quiero concluir este artículo citando a Thomas Mann (convendremos que no se trataba de un meapilas), quien en su Travesía marítima con Don Quijote nos recuerda que la obra cervantina no puede ser cabalmente entendida sino como «producto de la cultura cristiana, de la psicología y humanidad cristianas, y de lo que el cristianismo significa eternamente para el mundo del alma, de la creación poética, para lo específicamente humano y para su audaz ensanchamiento y liberación». Thomas Mann sostiene que la negación de este «fundamento de nuestra moralidad y cultura» supondría «una inimaginable amputación de nuestro status humano». Y tras lamentar esa manía o banalidad propia de los tiempos contemporáneos, «que tienden a echarlo todo por la borda», define la aportación del cristianismo a la cultura occidental con un conglomerado sintáctico de difícil traducción: «Lo una vez logrado nunca enajenable».
Defender la asignatura de Religión es vindicar ese acervo nunca enajenable.