En alguna otra ocasión he recordado esa secuencia de Fort Apache, la obra maestra de John Ford, en que las mujeres de los soldados que parten del fuerte, rumbo a una muerte cierta, los ven alejarse, atenazadas por una premoción luctuosa pero firmes como estatuas talladas en pedernal. Una de esas mujeres, que pronto se quedará viuda, pronuncia entonces, con la mirada extraviada en lontananza, una frase llena de misterio y poesía funeral: «Ya sólo veo las banderas». Lo dice con un hilo de voz estrangulado por el llanto, pero a la vez con la entereza de quien acata un difícil designio de soledad. Ford, que tantas veces ha sido tachado de fascista por quienes no entienden la grandeza de la milicia, levantaba así un monumento en homenaje a las mujeres de los soldados, a sus esposas y a sus novias y a sus hijas, a su heroísmo callado, a su resignada aceptación del dolor, a esa valentía suprema que consiste en amar a quien se atreve a arriesgar su vida, arrostrando diariamente la zozobra de recibir un telegrama del frente que anuncia la consumación de la tragedia tantas veces presentida.
Acabamos de ver cómo ese emblema fordiano se ha hecho carne en la persona de Emilia Ripoll, viuda del capitán de navío Manual Martín-Oar. Nadie habría podido reprochar a esta mujer cercenada que se hubiese dejado arrastrar por el desahogo jeremíaco y la increpación, exigiendo reparaciones y esparciendo responsabilidades por doquier. Nadie habría podido censurar a Emilia Ripoll que su dolor se hubiese transformado en rabia y resentimiento, ante la visión del ataúd que albergaba el cadáver de su marido, el hombre que engendró en su carne los hijos que ahora se quedan huérfanos, desligados para siempre de la sangre que les dio sustento. Pero Emilia Ripoll está hecha de una pasta distinta a la del común de los mortales, está habitada por sentimientos y pasiones que sólo caben en los pechos más generosos, que sólo echan raíces en unas pocas personas bendecidas por convicciones inamovibles y trascendentes. Personas en las que el dolor -vivido con una intensidad suprema- no ofusca, sino que enaltece. Esa actitud tan poco acorde con el histerismo contemporáneo, que se regodea en la queja plañidera, quizá resulte anacrónica a algunos, desde luego a quienes -desde las atalayas de la politiquería o la progresía intelectualoide- se han burlado tantas veces del Ejército, caricaturizándolo como una reliquia franquista. Emilia Ripoll ha aceptado la muerte de su marido como una consecuencia de su trabajo, que el difunto entendía como vocación de auxilio y lealtad a unos ideales. Su dolor, nada aspaventero, ha buscado consuelo en la certeza de que su marido ha muerto como desea hacerlo un soldado: «no en una cama -ha dicho esta mujer admirable-, sino en acto de servicio y ayudando a los demás». No se puede expresar con palabras más despojadas el orgullo doliente de ser viuda de un soldado; no se puede compendiar con palabras más exactas el espíritu de la milicia.
Ante tanta entereza, uno sólo puede aportar su silencio conmovido y una gratitud del tamaño del universo. Ese orgullo que redime a Emilia Ripoll y hace fecundo su dolor, ese mismo orgullo sereno que ha sabido inculcar a sus hijos tiene una cualidad contagiosa. Uno se siente, en efecto, orgulloso de saber que aún existen hombres como el capitán de navío Martín-Oar, que no desdeñan entregar la vida «haciendo lo que más le gustaba en el mundo», y mujeres como Emilia Ripoll, capaces de entregar sus mejores años a esos hombres elegidos y de convertirse en sagrarios de su memoria, cuando se quedan solas. Hoy todos somos maridos de esa viuda humanísima, compatriotas de su llanto, de su sagrado dolor, de su esencial heroísmo.