Siempre se me había antojado un asunto sobredimensionado. El complemento presupuestario a la asignación tributaria que el Estado aporta al sostenimiento de la Iglesia es una cantidad ínfima -apenas unos millones de euros- en comparación con la cantidad mucho más abultada que la Iglesia revierte sobre la sociedad. Pero ese complemento se había convertido, muy especialmente en los últimos años, en excusa para las más burdas demagogias, que prenden como la yesca entre la gente incauta, y hasta para muy patibularias amenazas. Algún ministro llegó, incluso, a recordar a la Iglesia que ese grifo se podía cerrar si perseveraba en defender posturas contrarias a las que mantenía el gobierno de turno. Pero la libertad de la Iglesia ni se compra ni se vende: ha recibido una encomienda divina que seguirá cumpliendo, en cualquier circunstancia, no importa que sus arcas estén vacías, que es como, por cierto, siempre están, porque el dinero que la Iglesia percibe de inmediato lo emplea en el cumplimiento de su encomienda. Esta libertad que concede la pobreza no es incompatible, sin embargo, con la autonomía financiera; desde que ese complemento presupuestario fuese instituido, la Iglesia española ha mostrado su deseo de que le fuera retirado, siempre que el porcentaje de la asignación tributaria fuese realista y no fundado sobre la ficción absurda de que todos los contribuyentes la ayudarían en sus necesidades.
El acuerdo alcanzado entre el Gobierno y la Conferencia Episcopal para la autofinanciación de la Iglesia constituye una alegría para todos los católicos, y también un desafío a nuestra responsabilidad. Una Iglesia sin miedo, que aprecia el valor de la libertad, confía exclusivamente en sus fieles para su sostenimiento. Las jerarquías eclesiásticas, en un acto de desprendimiento, renuncian al complemento presupuestario que hasta la fecha ha completado los ingresos de la Iglesia (un complemento que, por otra parte, no era sino el reconocimiento tácito de una deuda histórica que hunde sus raíces en los expolios de la desamortización) y lo fía todo a la generosidad y el compromiso de sus fieles. A partir de ahora, los católicos españoles no podrán seguir remoloneando y excusando su racanería; a partir de hoy, su Iglesia dependerá estrictamente de sus aportaciones. Es una decisión valiente y arriesgada, pero ser cristiano siempre fue una vocación de riesgo. Se abre una nueva etapa en la historia de la Iglesia española que perfeccionará su libertad y, sobre todo, otorgará a cada uno de sus miembros un protagonismo irrenunciable. Una etapa que debería iniciarse con un esfuerzo didáctico por parte de las jerarquías eclesiásticas: hoy, más que nunca, es necesario que los católicos españoles sepan que son Iglesia y no meros participantes pasivos de sus ritos, y que las capacidades que a partir de ahora la Iglesia despliegue van a depender de su esfuerzo. Este ejemplo de generosidad que la Iglesia brinda a la sociedad española tiene, además, gozosas consecuencias colaterales: gracias a este acuerdo, también crecerá la asignación presupuestaria destinada a otros fines de interés social; fines que, desde luego, no son ajenos a los de la Iglesia. Y, last but not least, el acuerdo con el Gobierno, alcanzado en un momento de rechinante crispación política, establece un ejemplo gratificante de entendimiento que rendirá frutos muy provechosos para los católicos españoles y, en general, para la sociedad española en su conjunto.
A Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar. Este acuerdo no hubiese llegado a buen término sin la buena disposición y la lealtad a la palabra dada de la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, que ha sabido reconocer los infinitos beneficios que la Iglesia rinde a la sociedad española. Desde este rincón de papel y tinta hemos vapuleado en repetidas ocasiones a la vicepresidenta (y lo seguiremos haciendo cuando la ocasión lo exija), pero hoy queremos agradecer su ecuanimidad y respeto a la libertad de la Iglesia, que no hacen sino engrandecer su estatura política.