Leo en estos días Koba el Temible (Anagrama), un libro de Martín Amis, airado y extrañamente conmovedor, que glosa la figura de Stalin y execra la connivencia de los intelectuales europeos con el comunismo. Una connivencia que, vergonzante y como en sordina, se prolonga hasta hoy, actuando sobre el subconsciente colectivo de un modo tan sibilino como pernicioso. Como el propio Amis señala en algún pasaje de su libro, «todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen; nadie sabe nada, en cambio, de Vorkutá ni de Solovetski». Pecaríamos de ingenuidad, sin embargo, si atribuyéramos dicho desconocimiento a la ignorancia selectiva de las masas; si hoy la mortandad desatada por el nazismo ocupa un capítulo medular en el libro de la memoria colectiva, mientras la mortandad mucho más abultada del comunismo apenas representa una nota a pie de página, es porque las élites dirigentes, representantes del progresismo rampante y hegemónico, así lo han querido. No en vano, en su juventud seudorrevolucionaria, dichas élites se amamantaron en las ubres del legado estalinista.
En Koba el Temible, Amis cuenta una anécdota de apariencia banal, pero de significación sobrecogedora. En el curso de un reciente mitin electoral celebrado en la sede de New Statesman, una publicación laborista, uno de los oradores recuerda su juventud, cuando en compañía de «antiguos camaradas» redactaba aquella revista, tan contemporizadora con el comunismo. El público responde entonces con una unánime carcajada afectuosa. Amis se pregunta qué ocurriría si un orador recordase con nostalgia en el curso de un mitin a sus fraternales camisas negras. «¿Es esa la diferencia -escribe Amis- entre el bigote pequeño y el bigote grande, entre Satanás y Belcebú? ¿Qué uno suscita espontáneamente la furia y el otro la risa?». Juguemos a trasladar la anécdota al ámbito autóctono. ¿Qué ocurriría si un político español rememorase festivamente su juventud falangista? Habría firmado su acta de defunción. En cambio, se contempla con admiración que haya militado en las filas comunistas. Y, por supuesto, a los combatientes estalinistas que perecieron en la Guerra Civil se les asigna el calificativo extravagante de «defensores de la democracia»; mientras a los combatientes que militaron en el bando de Franco se les despacha como chusma fascista.
El libro de Martín Amis, feroz y cáustico como sus novelas, transita por los pasadizos pavorosos que ya nos iluminara Solzhenitsyn en El archipiélago Gulag. Entre el desfile de horrores desatado por el comunismo (hasta completar un catastro fúnebre de veinte millones) merecen reproducirse algunas frases sentenciosas de Stalin: «La muerte soluciona todos los problemas; no hay hombre, no hay problema»; y también: «Una muerte es una tragedia; un millón de muertes, simple estadística». Sobre esta burocracia de la muerte se fundó la ideología que aún abastece de mitologías el llamado pensamiento progresista. El terror nazi se esforzaba por ser exacto, calculador, dirigido contra una parte de la población en razón de su etnia; el terror comunista, en cambio, era deliberadamente aleatorio e indiscriminado, pues su enemigo era el hombre. «El comunismo -afirma Amis- es una guerra contra la naturaleza humana».
En algún lugar del infierno, Stalin, el Gran Matarife, sonreirá complacido al contemplar la supervivencia de su legado. Con sarcasmo y algo de fatiga, Martín Amis recuerda que cuando su padre, el también escritor Kingsley Amis, abjuró públicamente de su pasado comunista, fue de inmediato tildado de «fascista» por los intelectuales británicos. Cincuenta años después, motejar de «fascista» al que piensa distinto sigue siendo el pasatiempo predilecto de nuestra progresía; el que lo probó lo sabe. El Gran Matarife sonríe, orgulloso de mantener su predicamento.