Parece que fue ayer mismo, y ya han transcurrido diez años desde que ganó su primer Tour. Miguel Induráin no ha sido tan sólo el más portentoso deportista español del que uno guarde memoria, sino también un ejemplo para todos esos zascandiles, borrachos de fama y de dinero, que se pavonean por las secciones deportivas de los periódicos, como asteroides sin rumbo que a la temporada siguiente ya ha sepultado el olvido, u otro asteroide que llega con la cartera mejor provista de billetes. Creo que si Miguel Induráin nos entusiasmó no fue tan sólo por sus dotes físicas apabullantes, por su cosecha monótona de triunfos, ni siquiera por mero fervor patriótico, sino porque en él habían encontrado cobijo algunas de esas pasiones antiguas que encumbran al deportista a una categoría mítica: la austeridad, la modestia, el tesón, la magnanimidad sin alharacas. ¿Recuerdan cómo nos sublevábamos cada vez que cedía la victoria a un contrincante ante la mismísima línea de meta? Entonces, en el calor del momento, lamentábamos que Induráin no estuviese poseído por el «instinto asesino» que exaltaba a otros ilustres predecesores suyos, como el omnívoro Merckx. Hoy, sin embargo, la memoria enaltece la figura de aquel campeón tranquilo, y agradecemos aquellos gestos de obstinada generosidad. ¡Cuánto crece en la nostalgia la figura de aquel deportista irrepetible! En estos días en que el estadounidense Armstrong pasea su supremacía por las carreteras francesas, nos acordamos de aquel mocetón de Villava, tan diverso en estrategias y modales. Induráin jamás hubiese fingido un desfallecimiento para después triunfar avasallador en L´Alpe d´Huez. Esa innoble incursión en la pantomima, seguida de un presuntuoso alarde, jamás hubiese manchado la ejecutoria de un campeón como Induráin; el obsceno exhibicionismo, el taimado fingimiento no figuraban en el manual de conducta de aquel hombre que, en el sufrimiento y en el triunfo, adoptaba la misma máscara de impavidez, la misma humilde actitud de abnegación callada. Su elenco de victorias, amplísimo y mareante, se queda chiquito, sin embargo, ante la lista mucho más concurrida de victorias cedidas a sus rivales. O incluso a sus compañeros. Aquel espíritu de renuncia casi heroico alcanzó su cúspide en cierto mundial de fondo en el que otro corredor sometido a su disciplina, pisoteando las ilusiones largamente soñadas por Induráin, aprovechó el miedo venerable que el pentacampeón del Tour infundía a sus rivales para lanzarse hacia la meta. Induráin pudo haber reprimido aquel ardid arribista, pero dejó marchar al postulante; luego, en la meta, cuando entró segundo, Induráin alzó los brazos en señal de victoria. Fue la única vez que le vi realizar un gesto ostentoso de triunfo; pero no lo hizo para sí, sino en honor del compañero oportunista, al que cedió graciosamente los laureles. ¿Cabe mayor muestra de sacrificio? Nunca nadie llevó con mayor aplomo y honrado sosiego su superioridad inatacable. Nunca nadie se mostró más humanamente discreto; cuando llegó la hora de la despedida, lo hizo como de puntillas, dejándonos a todos un nudo en la garganta y un revoloteo de mariposas en el estómago. ¿Recuerdan que, siempre que hablaba de sus triunfos, lo hacía en un plural de modestia, precisamente él, que podría haberse permitido el plural mayestático? ¿Recuerdan que rehuía el escrutinio de la cámara, con una especie de incomodidad vergonzosa? Se había casado con su novia de toda la vida -otro ejemplo para tanto chisgarabís que confunde el éxito con el nomadismo de la ingle- y se retiró a su pueblo, para envejecer con la misma serena parsimonia con que antes había paseado por los territorios de la leyenda. Fue el héroe de mi juventud, y uno de los pocos hombres que me han permitido comprender la épica callada del deporte. Fue único y supremo; hoy, además, sabemos que era irrepetible. Por eso lloramos su ausencia.