En su Apología contra los gentiles, Tertuliano nos ofrece un testimonio de primera mano sobre la vida de los cristianos primitivos. Allí leemos que los paganos, admirados de la fraternidad que se entablaba entre los seguidores de Jesús, murmuraban envidiosos: «Mirad cómo se aman». Sin duda, esta concepción de la Iglesia como comunidad fundada en el amor, donde todos -con sus flaquezas e imperfecciones- tienen cabida fue el fermento que facilitó la expansión de la fe en el Galileo; y deberíamos preguntarnos, con espíritu crítico, si no habrá sido precisamente el decaimiento de esa concepción y su sustitución por otra demasiado «legalista» la que ha determinado a la postre su retroceso. Al recordarnos en su encíclica que el amor es el acontecimiento nuclear de la experiencia cristiana, Benedicto XVI nos propone un viaje hacia las raíces mismas de la fe, que San Juan supo compendiar en una sola frase: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él».
Habría que destacar de esta encíclica, en primer lugar, la belleza de su escritura. Aunque maneja arduos conceptos, Benedicto XVI rehúye el alambicamiento expresivo y el galimatías escolástico. Sabe, como Ortega, que la claridad es la cortesía suprema del filósofo; sus frases son siempre de una sintaxis diáfana y su razonamiento terso, no exento de una contenida vibración poética. Ocurre así, por ejemplo, cuando refuta a Nietzsche, sosteniendo que el cristianismo no niega el eros humano, sino tan sólo su desviación destructora, dominada por el puro instinto: «Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse del otro. Ya no busca sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado». Ese eros convertido en agapé, que «se entrega y desea ser para el otro», no es sino reflejo del amor divino, que se proyecta previamente sobre cada hombre.
Y esa experiencia íntima del amor divino tiene que ser, naturalmente, comunicada a otros, a través del ejercicio de la caridad. En la segunda parte de su encíclica, Benedicto XVI prueba a definir, en comunión con la doctrina social de la Iglesia, los contornos de la caridad cristiana. Reconociendo que la misión de instaurar un orden justo en la sociedad es propia del Estado y no de la Iglesia, corresponde a ésta sin embargo «dar respuesta inmediata en una determinada situación». Quienes han caracterizado sumariamente a Benedicto XVI como un severo fundamentalista deberán envainarse ahora sus vituperios, ante afirmaciones que recuperan el sentido primigenio del amor cristiano: «Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor». Lo cual no es óbice para que esa elocuencia callada del amor, que se alimenta en el encuentro con Cristo, se exprese a través de la oración, cuya importancia Benedicto XVI resalta «ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo». De este modo, reclamando el consuelo del Espíritu, el cristiano puede ejercer su labor caritativa de manera más esperanzada y paciente, en unidad íntima con Dios.
Benedicto XVI sabe, como el místico de Fontiveros, que en el atardecer de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor. Con su primera encíclica, ha querido recordarnos cuál debe ser la opción fundamental en la vida de un cristiano. Ojalá sirvan sus palabras para que, como en tiempos de Tertuliano, se vuelva a escuchar aquella frase admirativa: «Mirad cómo se aman».