Se discute en estos días si la Navidad ha dejado de ser una fiesta religiosa, para convertirse en una mera orgía consumista, aderezada con unas dosis de humanitarismo de pacotilla, que es manifestación farisaica muy del gusto de nuestra época. Creo que este debate no es sino una excusa o subterfugio que nos evita incursionar en otro mucho más hondo y peliagudo, que es el debate sobre la naturaleza de la felicidad. El hombre contemporáneo persigue la felicidad como si de una formula química se tratase, algo así como un revulsivo o catalizador que actúa sobre nuestro ánimo, infundiéndole una «sensación de bienestar». Naturalmente, esta búsqueda suele saldarse con un fracaso, pues en el mejor de los casos esa sensación resultará pasajera, apenas un analgésico que distrae por unos pocos días el dolor en sordina que martiriza al hombre cuando decide amputarse, escindirse, renegar de un elemento que le es consustancial. No hay felicidad sin una aceptación plena de lo que somos; y lo que somos incluye una dimensión religiosa, o si se prefiere trascendente, que no se puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza. El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado y, por lo tanto, infeliz; y, como el manco que en los días que preludian tormenta siente un dolor fantasmagórico en el brazo que le ha sido arrancado, el hombre contemporáneo siente en las fechas navideñas esa amputación que ha infligido a su propia naturaleza como una carcoma o una desazón angustiosa que trata de combatir mediante lenitivos euforizantes. Una vez extinguidos sus efectos, vuelve a sentir el dolor de la amputación, y otra vez vuelve a ensordecerlo con esos lenitivos que, como la morfina, a la vez que lo alivian lo esclavizan y embrutecen. A veces, entre los vapores de la morfina, brota en el hombre contemporáneo la reminiscencia de una nostalgia, que confunde con alguna estampa más o menos idílica de su niñez y que, a la postre, no es sino añoranza de aquel estado originario en que aún no había renegado de su apetito de trascendencia y espiritualidad.
Los lenitivos que el hombre contemporáneo ha ideado para acallar la protesta de su naturaleza son de diversa índole: desde el consumismo desmelenado y bulímico hasta ese humanitarismo falsorro que ,despojado de su requisito primordial (la consideración del prójimo como recipiente sagrado), se queda en puro aspaviento, pasando por la torpe satisfacción de placeres primarios, puramente fisiológicos. Cuando se habla de «Navidad laica» se está designando, en realidad, esa infelicidad que el hombre contemporáneo vive como una amputación y trata de paliar mediante colocones de morfina. Pues la Navidad, antes que nada, es la fiesta a través de la cual el hombre reconoce la presencia de Dios en la aventura humana y, por tanto, la dimensión trascendente de su propia vida. Cuando Dios nace, algo bueno y nuevo nace dentro de cada hombre, en su más ensimismada esencia. Al asumir como propio ese ingrediente divino, el hombre se siente más completo y conforme consigo mismo; y de esa conformidad brota, como una irradiación que no declina su llama, la verdadera felicidad.
Despojada de esa significación honda y primordial, la Navidad se convierte en una trágica búsqueda de lenitivos y analgésicos, un vagabundaje desesperado en pos de una quimera. El hombre contemporáneo que celebra una «Navidad laica» es, en cierto modo, como ese gallo descabezado que corretea poseído por la desazón mientras se desangra; aunque no lo sepa, es tan sólo un muerto que camina, pues ha extraviado la fuente de la que mana su felicidad.