«La religión es la frondosa catedral cultural y moral que nos cobija de la intemperie de los siglos». Publicaba ayer ABC, en su sección de «Cartas al director», una queja bastante razonable de Luis Riesgo Ménguez, en la que, ante la sucesiva displicencia (remolona u hostil, es lo de menos) con que nuestros Gobiernos abordan el problema de la enseñanza de la religión en las escuelas concluía: «Suprimir la clase de Religión es condenar a los jóvenes a una supina ignorancia del hecho más trascendental de la Historia, de nuestra cultura y nuestra idiosincrasia». Si por religión entendemos «un conjunto de dogmas o creencias acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales», según definición del mamotreto de la Real Academia, parece evidente que un Estado laico no tendría por qué incluir esta disciplina en sus planes educativos, salvo acaso en lo que se refiere a esas «normas morales» que la religión cristiana prestó a Occidente. Resultaría incongruente con la libertad de culto que acoge nuestra Constitución inculcar «dogmas o creencias acerca de la divinidad», «sentimientos de veneración» o «prácticas rituales». Pero la religión cristiana -hablar, en términos abstractos, de «Religión» se me antoja un eufemismo demasiado difuso- es mucho más que un mero repertorio de dogmas y liturgias. Constituye el sustrato fecundo sobre el que se edifica nuestra civilización, nuestra cultura, nuestra moral. Impedir que ese venero incesante de conocimientos esté al alcance de los niños, de los alevines de hombre, equivale a condenarlos a la orfandad espiritual.
De nuevo nos tropezamos aquí con la bajeza y la mezquindad de nuestros politicastros, que se obstinan en confundir el rábano con las hojas, y que además no osan rozar ni las unas ni el otro, por temor a que los tachen de beatorros y vaticanistas, y se malogre su cruzada centrípeto-reformista. Por temor a que la oposición les salte a la yugular y los acuse de pasear bajo palio, han preferido dejar que ese infinito caudal formativo quede arrumbado en los arrabales del olvido, ignorantes o quizá no tan ignorantes, lo cual sería mucho más delictivo, porque a la negligencia se uniría la alevosía de que, al desterrar de las escuelas el esqueleto de nuestra cultura, se está condenando a las generaciones futuras a una existencia invertebrada. Parece como si el moderno ideal educativo se redujese al aprendizaje de la cartilla y de Internet (pronto se suprimirá la primera, para evitar engorrosos trámites); lo que queda en medio, ese profuso y pavoroso vacío, es lo que a partir de ahora tendremos que resignamos a denominar «hombre», aunque sólo merezca la designación de pelele.
Convendría despiojar este asunto de toda la hojarasca demagógica que lo sepulta. Convendría aclarar que la enseñanza de la religión no consiste en inculcar doctrina ni en apedrear las mentes infantiles con los preceptos del padre Astete. La religión cristiana es el barro que nos construye por dentro, la sustancia de nuestros sueños, la argamasa sobre la que han crecido el pensamiento y el arte occidentales, también el fabuloso legado moral sin el cual serían incomprensibles conquistas como la abolición de la esclavitud o la condena de la pena de muerte. Privar interesadamente a un chaval de este continente de revelaciones es como privarlo de su filiación genética. La moral cristiana instituyó la piedad como regla de conducta, el respeto y el amor al prójimo como pilares indubitables de nuestra convivencia. Sustituyó una órbita de valores que gravitaba en tomo al concepto de castigo por otra que gravitaba en tomo al concepto de perdón. ¿Es legítimo ocultar este milagroso acontecimiento histórico que nos cambió para siempre? ¿Es admisible escamotear que hubo un hombre que, para los, además, participó de la sustancia divina que se subió a una montaña para proclamar el más bello poema de bienaventuranza, que se negó a lapidar a una mujer adúltera, que no dudó en aceptar el agua que le ofreció una samaritana? Y, además de fundar una nueva moral, el cristianismo fundó una nueva cultura, refundiendo la heredada cultura pagana y metamorfoseándola en una nueva aleación que ha trascendido los siglos e inspirado las más altas creaciones, de Dante al Greco, de San Agustín a Unamuno. ¿Puede existir una enseñanza que niegue o arrincone el mundo (pues, sin duda, la religión cristiana es una sinécdoque del mundo? ¿No es sonrojante que nuestros niños visiten los museos, en «visitas programadas y con guía» (según el odioso gregarismo de la época), y no sepan interpretar los motivos bíblicos que guiaron los pinceles de Tintoreto o Caravaggio? ¿Qué monstruoso analfabetismo estamos instaurando entre todos? ¿Hasta dónde llegaremos en este proceso de degradación sin fondo? ¿O es que seguimos creyendo que una clase de religión debe consistir en cuatro alardes nemotécnicos con olor a sacristía? La religión es el hombre, la frondosa catedral cultural y moral que nos cobija de la intemperie de los siglos; si perseveramos en el papanatismo, quizá esa intemperie acabe por anularnos.