En la presentación del libro «Luna negra», de María Vallejo-Nágera (Belacqua), tengo la suerte de conocer al hombre que lo inspiró, Isidoro Macías, más conocido como Padre Pateras, un fraile franciscano que regenta en Algeciras una casa de acogida en la que hospeda a las inmigrantes que arriban a las playas embarazadas o con un niño recién nacido en brazos. El hermano Isidoro es un hombre menudo, de ojillos vivaces y sonrisa bonancible; conversando con él, uno se siente enseguida contagiado de su sabiduría honda, que no nace de los libros, sino del contacto diario con el sufrimiento. Su sencillo hábito le otorga un aspecto desvalido; pero hay una cruz pendiendo sobre su pecho, una cruz desnuda -«los brazos en abrazo hacia la tierra, / el astil disparándose a los cielos / que no haya un solo adorno que distraiga este gesto, / este equilibrio humano de los dos mandamientos», como escribió León Felipe- que le inspira su fortaleza interior. El Padre Pateras nos explica el misterio de su carisma: «Hay gente que me dice: «Yo no creo en Dios, sólo en usted». ¡Pobres hijos míos! ¿Cómo no se dan cuenta de que todo lo que hago es por el amor que siento por Cristo?».
El Padre Pateras entendió un día que el rostro de Dios se copia en el de sus criaturas sufrientes. Nacido en un pueblecito minero de Huelva, fue destinado a Ceuta para realizar la mili; allí conoció al fundador de su orden, el hermano Isidoro Lezcano, quien, siguiendo el ejemplo del Poverello, quiso servir a Dios del modo más exigente, atendiendo a los enfermos y a los pobres en sus necesidades y compartiendo sus penurias. El Padre Pateras entendió que su destino se hallaba junto a los ancianos, los alcohólicos, las prostitutas, los inmigrantes y todos esos «pequeñuelos» a quienes Cristo nos encomendó: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; forastero fui y me acogisteis…».
Cuando concluye la mili, el Padre Pateras funda en Tánger, con el hermano Isidoro Lezcano, la primera casa de acogida de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca. Luego se traslada a Cáceres, donde cuida de niños con deficiencias mentales -«son trozos de Cristo vivo», afirma- en un colegio. En 1982, tras dar algunos tumbos por Venezuela y Costa de Marfil, el Padre Pateras se instala por fin en Algeciras, donde atiende a los ancianos, a los desahuciados, a las madres africanas -sus «morenas», como él prefiere llamarlas-, que llegan con sus bebés a punto de nacer en lanchas neumáticas. Otros tres frailes lo acompañan en esta tarea inabarcable, ayudados por gentes de corazón ancho que prestan generosamente su servicio; y aunque apenas recibe ayuda de las instituciones públicas, la Providencia le facilita medios para perseverar en su misión. El Padre Pateras sabe que esas africanas embarazadas que llaman a su puerta carecen de papeles y que, por tanto, cualquier día podrán ser expulsadas del territorio español; pero él se rige, antes que por cualquier ley humana, por la ley del amor.
En una época en que la Iglesia es hostigada y escarnecida, convendría que los medios se preocuparan de divulgar la grandeza de estos pescadores de hombres que, como el Padre Pateras, se calcinan en una misión redentora. Y la jerarquía eclesiástica debiera esforzarse por hacer más visible a la sociedad el heroísmo callado de sus mejores hijos, espejos de Cristo, que alivian el dolor del mundo; quizá así la hostilidad ambiental comenzaría a ceder. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan, por si quisieran aportar un donativo al Padre Pateras, les doy el número de cuenta de los Hermanos Franciscanos de la Cruz Blanca, en el Banco Santander Central Hispano: 0049-6770-86-2816039467. Dios, que se copia en el rostro de sus criaturas sufrientes, se lo agradecerá.