De milagrosa podemos calificar la concesión del Premio Príncipe de Asturias a las Hijas de la Caridad. El desprestigio actual de la caridad, su degradación paulatina y su sustitución por simulacros campanudos, se ha convertido en uno de los signos distintivos de nuestra época. Hoy ya casi nadie emplea la palabra «caridad» (que viene de carus, dilecto, amado), por temor a que se le acuse de adhesión vaticanista. Hemos suplantado esta bella y valerosa palabra por un eufemismo más llevadero, «solidaridad», que nadie sabe exactamente lo que designa, pero que, a la vista de los acontecimientos, se refiere a una serie de actividades ostentosas (millonetis con mala conciencia y hambre de notoriedad que destinan una parte ínfima del dinero que les sale por las orejas en «labores humanitarias», etcétera) que antes quedaban comprendidas bajo la denominación menos hipocritona de «beneficencia». Pero la beneficencia es justamente lo contrario de la caridad; la beneficencia es el impuesto que pagamos para mantener nuestra conciencia tranquila.
La verdadera caridad, según nos enseñaba san Pablo, es sufrida y paciente, no se pavonea ni ensoberbece. La verdadera caridad (a diferencia de esa solidaridad de pacotilla que nuestra época ha impuesto, que siempre elige a sus beneficiarios a quienes viven en el otro hemisferio, para que no nos salpique su dolor) necesita un prójimo tangible sobre el que volcarse; y, si además se pretende cristiana, debe contemplar el rostro de Jesús copiado en el rostro de cada hombre que sufre. En el Evangelio de san Mateo, leemos: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregrino fui y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme». Y es que, como afirmaba san Juan, es imposible amar a Dios, a quien no vemos, si no amamos antes a nuestro prójimo, a quien vemos. En estas pocas líneas se condensa el legado más hermoso del cristianismo: Dios anida en el rostro de cada una de sus criaturas afligidas; y el amor, la adhesión con esas criaturas sufrientes, se erige en la única justificación de nuestro paso por la tierra.
Naturalmente, esta mística centrada en el amor a Cristo, que se encarna en el hombre que sufre, resulta muy difícil de entender para nuestra época. San Vicente de Paúl consideró que la perfección cristiana no se alcanzaba sólo en la clausura, sino también a través del servicio a los pobres. Conviene resaltar el carácter secular de las Hijas de la Caridad: no son una orden ni una congregación, sino una sociedad de vida apostólica. No las obligan, pues, los tradicionales votos religiosos. Su convento son las casas de los enfermos; su claustro, las salas de los hospitales; su celda, las escuelas y las prisiones. Su fundador les dejó escrito: «Pronto verás que el amor pesa mucho más que el caldero de la sopa y el cesto de pan. Pero conserva tu dulzura y tu sonrisa. No todo consiste en dar el caldo y el pan. Eso pueden hacerlo los ricos. Tú eres la pobre sierva de los pobres, la sierva de la caridad. Siempre sonriente y de buen humor. Ellos son tus amos. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, te perdonarán los pobres el pan que les des».
Ese inmenso amor que cargan sobre los frágiles hombros, numeroso como el dolor que desgarra al hombre, no sería explicable si no lo alentase una encomienda divina. A la prensa correcta, que tanto gusto halla en caracterizar a la Iglesia católica como una fuerza oscurantista y en airear escándalos fantasmagóricos que la enfanguen y denigren, le habrá fastidiado sobremanera que, siquiera por una vez, se muestre a los ojos de la masa adoctrinada el verdadero rostro de la Iglesia, que es el rostro del hombre que sufre. Gracias, queridas Hermanas, por permitirnos escuchar el susurro de la caridad, entre tanto metal que suena y tanta campana que retiñe.