Ayer, mientras mi ahijada Sara recibía su Primera Comunión, me acordaba de una sublime película (como casi todas las suyas) de Max Ophüls, «El placer», basada en relatos de Guy de Maupassant. En uno de los episodios, la madama de un concurrido burdel parisino cerraba su establecimiento para asistir a la Primera Comunión de su sobrina, hija de un jocundo campesino interpretado por el grandioso Jean Gabin, y se llevaba con ella a todas sus pupilas, un gineceo de muchachas bulliciosas a quienes su oficio no había logrado arrebatar la alegría. Cuando las putas, muy peripuestas y alborozadas, acuden a la misa en la que la sobrina de su jefa va a recibir a Dios, Ophüls nos acaricia la víscera de la emoción y nos remueve ese fondo de pureza que los hombres albergamos, allá al fondo de la memoria, bajo la maleza de los años. Las niñas comulgantes unen sus voces blancas para cantar el milagro de la Eucaristía, y la cámara se alza para captar la luz polinizada, casi comestible, que invade la iglesia rural; flotando en el aire, mecido por el ímpetu de esas gargantas que aún no conocen el pecado, Dios entra de puntillas, invisible y balsámico, en la iglesia, y se posa en el corazón de esas putas bondadosas, que por un momento, con los ojos arrasados de lágrimas, vuelven a ser niñas como antaño.
Una sensación similar me asaltaba ayer, mientras mi ahijada Sara se convertía en morada de Dios. La veía desfilar por el pasillo central de la iglesia, con su vestido blanco velado de organdí, con sus mitones blancos, con su alma blanca y su cuerpo blanco y su oración blanca en los labios, y me acordaba del niño que fui, del niño que habitaba dentro de mí, como un ángel que de pronto se desperezase, para lavarme de pecados y herirme con la herida de la nostalgia, que nunca cicatriza. Veía a mi ahijada Sara en el altar, flanqueada por otras niñas tan blancas como ella, embalsamadas de blanco, cuajadas de blanco, como una primavera unánime que espantase el acecho de las sombras, y me acordaba de mí mismo, cuando en un tiempo que ya creía enterrado (pero que, de pronto, se congregaba, pujante y vívido, en mi carne) formulaba con infinita veneración e infinito temblor aquellas palabras de la liturgia: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Veía a mi ahijada Sara unir su voz de luna a las voces de las otras niñas, en una hoguera blanca que se enroscaba en torno al sagrario, como una voluta de fuego purísimo, y me acordaba del niño que fui, encandilado de misterio, crédulo y fervoroso, aureolado de una pureza que ya creía reducida a cenizas, pero que de repente me ha calentado con su rescoldo, con una delgadísima reminiscencia que me ha atravesado, como una espada incruenta, ese rincón de la memoria donde se guarece lo mejor de nosotros. Veía a mi ahijada Sara alargar la lengua para recibir a Dios, y la veía cobijarlo hospitalariamente en su boca, pegadito al paladar, para que allí se fuera disolviendo lentamente, silenciosamente, con esa parsimoniosa beatitud que tiene la vida sostenida sobre el filo del milagro, y he recordado que un día ya muy lejano yo también fui por primera vez anfitrión de Dios, para mostrarle las estancias de mi castillo interior, que eran transparentes e inundadas por una luz cenital, limpias e inoxidables como una patena.
Hoy, en esas cámaras se aloja el polvo decrépito del pecado, las telarañas cansadas del desengaño, la mugre anciana que la vida va arrojando sobre nosotros, pero mientras veía a mi ahijada Sara reclinada en el altar, en diálogo mudo con su Huésped, he sentido, de repente, que un aire invisible entraba en mis estancias sin ventilar, para orear la ropa guardada en los armarios, para hacer restallar, otra vez blancas y otra vez orgullosas de su pureza, las sábanas de los recuerdos, en las que está estampada el alma de un niño que nunca muere. Yo también, junto a mi ahijada Sara, he vuelto a hacer la Primera Comunión.