La cobardía, si no oliese a cagalera, resultaría conmovedora. Prueben a taparse las narices y comprobarán que las palabras de la ministra Ana Birulés, anunciando que el Gobierno español no promoverá una legislación sobre el uso de embriones en laboratorios, poseen una especie de grandeza lastimosa que ablanda el moquillo y las glándulas lacrimales. Un sentimiento similar debió de embargar a la multitud que aguardaba el veredicto de Poncio Pilatos, cuando el gobernador de Judea solicitó un aguamanil para ejecutar sus abluciones. La hipocresía disfrazada de ecuanimidad, el miedo emboscado de triquiñuelas dilatorias y, en definitiva, ese propósito tan mequetrefe de contentar a todos y no molestar a nadie, vuelven a impulsar la labor de este «gobierno de pasmados» (Carlos Herrera dixit) que deambula groggy por la lona, suplicando que suene la campanilla que anuncia el final del combate. ¿Hasta dónde llevarán su virtuosismo de escamoteadores, su vocación de escapistas profesionales? Diríase que, al menos desde hace algunos meses, su única preocupación fuese zafarse de los asuntos enojosos o peliagudos, postergar indefinidamente la adopción de medidas controvertidas, soslayar cualquier atisbo de litigio. Esta estrategia de lavamanos y sálvese quién pueda amenaza con dejar al país empantanado, pero nuestros gobernantes parecen cómodos en medio de este marasmo de plácida inoperancia que ellos mismos han creado. Parece como si, convencidos de que la anunciada retirada de Aznar marca el final de un ciclo, su lema fuese: «El que venga detrás, que arree».
La ministra Birulés, fiel a su papelón de comparsa en la tragicomedia, ha asegurado que el Gobierno español esperará «al marco jurídico que se desarrolle dentro de la Unión Europea», para decidir la suerte de los embriones congelados que aguardan en nuestros laboratorios. A nadie con una mínima provisión de neuronas se le escapa que este subterfugio dilatorio (que pisotea, además, el principio de soberanía nacional) encubre un anhelo chabacano y pueril de caer simpáticos a todo el mundo, de remediar con cataplasmas y anestesias lo que exige una inmediata intervención quirúrgica. Temen nuestros gobernantes, por un lado, que se les tache de retrógrados si prohíben la experimentación con embriones; pero también les sofoca pensar que una parte nada nimia de su electorado se subleve ante una práctica que merodea peligrosamente la infracción del derecho a la vida. La cobardía moral, esa cochambre de tibieza y estolidez que caracteriza a nuestra derecha centrípeta, empieza a adquirir ribetes de esperpento. Prefieren propiciar la alegalidad antes que enfrentarse a la solución de asuntos espinosos que podrían desequilibrar sus hábiles ejercicios de autismo.
La primera misión de un gobierno consiste en garantizar a los ciudadanos que se hallan bajo su mandato un ámbito de seguridad jurídica («un marco jurídico de seguridad», hubiera dicho la ministra Birulés, para que la frase quede mejor enmarcada). En cambio, el Gobierno presidido por Aznar, embarrancado en los arrecifes de la dejación de responsabilidades, preconiza la instauración de la alegalidad como método para seguir tirando. Hoy son los embriones congelados en laboratorios los que se quedan sin regulación, en espera de que la Unión Europea del Imperio Romano pontifique. Pero ayer mismo fueron otros asuntos no menos perentorios los que navegaron por este limbo al que nuestros gobernantes arrojan cualquier patata caliente. Recordemos, por ejemplo, que tampoco se atrevieron a ofrecer ninguna solución legislativa a los homosexuales que demandan un reconocimiento de sus uniones. Si ahora, con los embriones, han descargado la responsabilidad en la Unión Europea del Imperio Romano, entonces idearon la triquiñuela de auspiciar leyecitas regionales (perdón, autonómicas) de dudoso encaje constitucional, para que distrajeran la atención. El caso es arrojar balones fuera, para no tener que infringir su estrategia de pasividad. La cobardía, ya digo, resultaría conmovedora, si no oliese a cagalera.