En su primera comparecencia ante los medios tras la matanza, un consternado Blair afirmaba que «nuestra determinación para defender nuestros valores y nuestro modo de vida» es mayor que el ímpetu destructivo de los terroristas. En un tono algo enfático, Zapatero se pronunciaba en el mismo sentido: «Los terroristas no conseguirán jamás que abandonemos nuestros principios y nuestros valores». Ambas aseveraciones, irreprochables en su formulación y muy eufónicas, constituyen un desidératum, una aspiración muy loable; ambas adolecen, sin embargo, de un candor y un idealismo atroces. Pues, a la postre, el terrorismo islámico que azota Europa se alimenta precisamente de nuestra incapacidad para defender nuestros valores, nuestros principios, nuestras formas de vida. Europa ha perdido la fe en la validez universal de su cultura; quizá siga aferrada a afirmaciones retóricas y pomposas que proclaman lo contrario -apelaciones vacuas a la democracia, al muy manoseado Estado de Derecho, etcétera-, pero ese espejismo semántico no debe distraernos de la verdad pavorosa: también los romanos seguían invocando a sus dioses y ofrendándoles rutinarios sacrificios cuando ya habían dejado de creer en ellos.
Europa está enferma de relativismo; y esta enfermedad, instilada y sostenida por el pensamiento dominante, acrecienta cada día su debilidad. Lejos de mostrar una determinación inquebrantable en la defensa de sus valores, Europa proclama que no existen valores y principios de validez universal, sino más bien valores particulares que no deben confrontarse con los valores procedentes de otras culturas. Defender los valores propios se convierte automáticamente en un ejercicio de prepotencia intelectual, de arrogancia fundamentalista, de imperialismo cultural; naturalmente, cualquier intento de exportar esos valores se considera una imposición inaceptable, puesto que todos los modos de vida son igualmente legítimos y respetables. Europa ha dejado de creer en su superioridad moral; y, paralelamente, ha desarrollado una suerte de apatía o desistimiento que la corrección política disfraza de «tolerancia» hacia otros valores y formas de vida. Todo ello acompañado, además, de un brumoso y atenazador complejo de culpa que ha sumido a Europa en un estado de parálisis, de crisis de identidad, de falta de confianza en el futuro. Esta atonía espiritual se manifiesta, paradójicamente, acompañada de una mayor prosperidad material, de un disfrute ensimismado y onanista de las ventajas que esos valores y formas de vida nos proporcionan: pero ya se sabe que los pueblos que exprimen y saborean con fruición las ventajas de sus formas de vida, sin preocuparse de defenderlas, están condenados primero a la decrepitud y después a la mera extinción. Europa ha encontrado en su progreso material el pasatiempo que le permite descuidar su decadencia espiritual. Los terroristas islámicos, más atentos en el diagnóstico de la enfermedad que nos corroe, redoblan sus ataques porque saben que Europa se ha debilitado, porque saben que en su relativismo se esconde la semilla de la rendición.
¿Qué determinación puede oponer una sociedad que ha dejado de creer en su identidad espiritual frente a una fuerza hostil que pretende imponer sus formas de vida? Los pronunciamientos de los políticos en esta hora luctuosa insisten patéticamente en invocar un cadáver que el pensamiento dominante no quiere resucitar. Si en verdad Europa aspira a defender sus principios y valores, deberá empezar por recuperar la fortaleza espiritual que impulsó su nacimiento. Hoy esos principios y valores son letra muerta, despojos zarandeados por el oleaje manso del relativismo; vivificarlos exige un previo esfuerzo de fe para el que dudo mucho que los europeos estemos preparados.