SIEMPRE me ha sorprendido que, cuando se glosa la figura de Juan Pablo II, se acabe incurriendo en simplismos propios de una nomenclatura que nada tiene que ver con el cristianismo. Al analizar su pontificado, se recurre a calificativos extraños a su misión espiritual: se dice, por ejemplo, que Juan Pablo II es un Papa «progresista en las cuestiones sociales» y «conservador en los asuntos morales»: así, cuando denuncia los abusos del capitalismo salvaje, cuando anuncia la buena nueva a los pobres o condena la guerra de Irak, Wojtyla se convierte en un Papa izquierdista; cuando se opone al aborto o señala la conversión de la sexualidad en un chalaneo que despersonaliza al hombre, el Papa se transforma en adalid de la caverna y la carcundia. Esta trivialización de su mensaje denuncia la incapacidad de nuestra época para enjuiciar categorías espirituales que exceden la ramplona dialéctica materialista de «izquierdas» y «derechas». Una dialéctica, por lo demás, de vigencia muy restringida, que sólo adquiere sentido en la confrontación política de los últimos siglos. No se acaba de entender que el cristianismo es una opción más radical, un «camino mejor» -como lo definió San Pablo en su epístola primera a los corintios- que cifra el desarrollo del hombre en el reconocimiento de su fragilidad, trascendida por una fe que la dignifica. Así de complejo y así de sencillo; calificar esta exigente opción humanista con otros aderezos taxonómicos es una incongruencia, amén de una tergiversación. Pero llegará el tiempo en que hablar de «izquierdas» y «derechas» se convierta en pura arqueología del lenguaje (como hoy lo es, por ejemplo, hablar de «güelfos» y «gibelinos»); y, para entonces, el mensaje esencial del cristianismo mantendrá incólume su compromiso con el hombre.
Las multitudes que han seguido al Papa Wojtyla en esta visita con sabor a testamento gritaban con frecuencia: «¡Quédate!». Creo que, más que su mera presencia física, demandaban la permanencia del mensaje que predica, ese clima de emoción primigenia que sus palabras invocan. Escuchando a Juan Pablo II algo se remueve dentro de nosotros: es la nostalgia de una vida iluminada por el espíritu, en medio de un mundo que nos empuja a la búsqueda de una felicidad puramente hedonista y utilitaria. A la postre, esa consecución del bienestar material nos hace naufragar en un mar de insatisfacciones; y sentimos como una extirpación la pérdida de unas convicciones que hacen más enaltecedora nuestra andadura por el valle de las sombras. La soberbia contemporánea creyó que podría matar a Dios, como quien borra de una tachadura una entelequia demasiado lejana; pero enseguida esa soberbia se convirtió en hastío y desvalimiento, porque al matar a Dios estábamos matando una parte de nosotros mismos que nos completaba, una parte de nuestra humanidad intrínseca, pues nuestra naturaleza no puede entenderse sin esa vocación de espiritualidad.
De esa nostalgia de Dios nos ha hablado el Papa Wojtyla. Sus palabras, emitidas desde la lejanía de un micrófono, crean un encantamiento de proximidad, porque nombran ese hueco que nos duele como una amputación. Quienes han tenido la suerte de conocer a este hombre en la intimidad, nos hablan de una suerte de fluido espiritual contagioso que lo aureola. Creo que esa virtud misteriosa que no acertamos a designar tiene que ver con el despertar de nuestra conciencia, con el reconocimiento de una orfandad espiritual que nos obstinamos en mantener en hibernación, pero que, ante la eficacia revulsiva de sus palabras, reclama ser colmada. Y entonces exclamamos: «¡Quédate con nosotros!».