Sigo con fruición las evoluciones de la polvareda mediática provocada por la publicación de las caricaturas de Mahoma en un periódico danés. Será una ocasión formidable para comprobar -una vez más- la debilidad de Occidente, su incapacidad para defender los valores que pomposamente proclama, y también una oportunidad regocijante para desenmascarar la cobardía de ciertos valentones que no tienen rebozo en hacer escarnio de la religión… siempre que la religión escarnecida sea la cristiana, por supuesto. La primera reacción occidental ante la condena decretada por los fanáticos islamistas ha consistido en afirmar que la libertad de expresión es sagrada. Declaración grandilocuente e inexacta, pues la libertad de expresión debe estar sometida a otros derechos más elementales, cual es la propia dignidad del hombre. Del mismo modo que la libertad de prensa no puede amparar la descalificación gratuita y calumniosa de personas e instituciones, tampoco creo que deba proteger a quien agrede las creencias religiosas de una parte de la sociedad, pues dichas creencias forman parte del meollo mismo de la dignidad humana. Naturalmente, que la libertad de expresión no justifique el exabrupto pedestre o chabacano contra tal o cual religión no significa que no se pueda ironizar sobre la religión, o satirizar las imposturas de sus fieles y jerarquías.
Estas declaraciones grandilocuentes sobre la libertad de expresión ya han empezado, sin embargo, a ser sustituidas por palinodias medrosas. Diversos mandatarios de organismos internacionales han reclamado «sensibilidad hacia otras comunidades religiosas» (pero la inclusión de ese «otras» quizá presuponga la existencia de «una» que no merece tal sensibilidad), o han recordado que «la libertad de expresión debe respetar las creencias religiosas». Sorprende que estos apóstoles del respeto y la sensibilidad no se preocupen de alzar su voz cuando la religión cristiana y sus símbolos son sistemáticamente vejados; quizá no les preocupe tanto el atropello de los sentimientos religiosos como la reacción que dicho atropello pueda originar entre los adeptos de la religión escarnecida. Y a esto se le llama, pura y simplemente, miedo. Si mañana surgiese un grupúsculo de fanáticos cristianos que amenazase con liquidar a quienes se atrevan a escarnecer sus creencias comprobaríamos que todos esos zascandiles que han convertido la religión cristiana en la diana de sus invectivas enmudecerían de inmediato. Como dichos zascandiles saben que tal cosa no ocurrirá, pueden entretenerse ofendiendo impunemente los pacíficos sentimientos religiosos de los cristianos, incluso pueden permitirse el lujo de posar ante la galería como gallardos transgresores. Así, por ejemplo, en España, durante los últimos meses, se han estrenado -con subvenciones públicas- obras de teatro blasfemas, se ha mostrado en televisión cómo «se cocina» un Cristo, se ha paseado en manifestaciones encabezadas por representantes del Gobierno una muñeca Nancy crucificada. También, por supuesto, se ha permitido la caracterización en diversas series y programas televisivos de los católicos como meapilas casposos, reprimidos sexuales y no sé cuántas lindezas más. Nuestro Código Penal tipifica los delitos contra los sentimientos religiosos; pero, por lo que se ve, la aplicación de la ley penal se suspende cuando la ofensa se infiere a determinada confesión religiosa y a quienes la profesan.
No les quepa ninguna duda: tras las exaltaciones de la libertad de expresión, tras las palinodias medrosas, se acabará pidiendo perdón -si hace falta, de rodillas- por haber zaherido los sentimientos de «otra» comunidad religiosa. A los valentones que posan de transgresores siempre les quedarán, como dianas de sus invectivas, el Dios de los cristianos y sus pacíficos adeptos.