«POR si hubiera alguna duda al respecto -comenzaba Jesús Zarzalejos un muy atinado artículo publicado ayer en este periódico-, conviene recordar que el aborto sigue siendo delito en España». Hizo bien en adelantar esta premisa, pues existe la creencia cada vez más extendida (y arteramente divulgada desde ciertos púlpitos) de que el aborto es algo así como un mal menor o una suerte de remedio benéfico. Causa un poco de sonrojo malgastar tinta en estas precisiones, pero debemos repetir que el aborto constituye un crimen tipificado y sancionado por nuestro Código Penal. Es cierto que la ley exceptúa de la protección a la vida del nasciturus tres supuestos específicos, pero el sentido restrictivo de la norma (que, con tanta frecuencia, se interpreta con manga ancha, en fraude de ley) impide que podamos hablar de «despenalización» o «legalización» del aborto, mucho menos de ese aberrante «derecho al aborto» que enarbolan ciertos energúmenos. Conviene insistir en estas elementales precisiones jurídicas, pues se suele confundir el delito del aborto con un acto puramente dependiente de la voluntad del abortista, sobre el que la ley no posee jurisdicción. Así, por ejemplo, en este reciente caso coruñés, se hablaba de las «voluntades contrapuestas» de la niña embarazada que deseaba procrear y de sus padres que la incitaban al aborto, cuando lo cierto es que los padres estaban coaccionando a su hija e induciéndola a cometer un delito.
Quizá la confusión avivada por este caso se habría despejado si, desde un principio, se hubiese determinado sin ambages la titularidad del derecho que la ley debe proteger. Se ha dicho que el juez ferrolano respaldó, desde un principio, la voluntad de la adolescente; y, si este fue en verdad el motor de su actuación, debemos concluir que contrarió su deber primordial. Pues la misión de un juez, en un supuesto de aborto, no consiste en amparar la voluntad de la embarazada, sino en garantizar el derecho a la vida del nasciturus. Así, si la voluntad de la adolescente hubiese sido la contraria, el juez -una vez comprobado que esa voluntad no se acogía a ninguna de las tres excepciones que especifica la ley- habría tenido la obligación de impedir la comisión de un delito, así como la de alertar a la adolescente de las consecuencias penales de su acto. Sin la consideración del nasciturus como sujeto de derechos que no pueden supeditarse a la mera voluntad de terceros, cualquier resolución judicial -por feliz que sea- queda rebajada a mero apaño o componenda. Antes que la voluntad de los progenitores, o de la madre que los parió, se halla el derecho a la vida del nasciturus. No se trata tan sólo de defender al más débil (tanto que ni siquiera puede expresar su voluntad, puesto que aún no tiene voz); se trata de respetar una elemental jerarquía jurídica.
Pero estos principios, tan esenciales e incontrovertibles, no serían puestos en duda si la legislación española no incurriese en incongruencias que desafían la razón. Así, no se entiende demasiado bien que el derecho a la vida, consagrado por nuestra Carta Magna como principio rector de un ordenamiento que permite la vindicación de otros derechos accesorios, sea luego recortado por una ley orgánica. Y tampoco se entiende que nuestro Código Civil reconozca derechos patrimoniales al nasciturus cuando su derecho a la vida no se halla plenamente protegido. Nos hallamos, en uno y otro caso, ante mistificaciones legales que relativizan la jerarquía suprema del derecho a la vida como manantial del Derecho. Mistificaciones sumamente peligrosas, pues extienden entre la sociedad la creencia cetrina de que la vida está sometida a difusas conveniencias sociales, a sinrazones presuntamente humanitarias, incluso a meras prácticas eugenésicas.