Así me lo ha descrito mi mujer, como una alubia que palpita en sus entrañas, como un corazón diminuto que crece noche y día, como un nudo de sangre que anhela el futuro vertiginoso, la vida incalculable que le aguarda tras nueve meses de gestación. Yo no he podido acompañarla al médico, porque me encontraba lejos de casa, pero la noticia -tan deseada, tan fervorosamente deseada- a través del teléfono me ha llenado de una alegría que tiene algo de ebriedad y también algo de espanto. Ebriedad porque el mundo vuelve a inaugurarse ante mis ojos, con un súbito fuego y un aleteo de aturdida paloma; espanto porque ese hijo que crece en el vientre de mi mujer, invulnerable y lento como una estrella, me convertirá en un hombre que ya no se agota en sí mismo, sino que se prolonga a través de ese rescoldo de carne que mañana sostendré en mis brazos, como una ofrenda a esa inteligencia suprema que rige la órbita de los planetas y el itinerario de la sangre. De repente, el calendario ha dejado de registrar un cómputo de días monótonos como la arena y ha empezado a acompasar su latido con el latido de ese corazón rudimentario que mi mujer atisbó a través de la ecografía. Ahora el tiempo es la música que acompaña ese recóndito sueño de espuma que es nuestro hijo; ahora el tiempo es el nido que cobija ese rumor de lejana caracola que es nuestro hijo, creciendo noche y día.
Tras recibir la noticia, he sentido un inédito asombro. Durante muchos años, pensé que mis libros serían los únicos testimonios de mi paso por la tierra, pero ahora que ya sé que voy a prolongarme en otra carne he creído inundarme de una luz nueva y he salido al monte, porque la habitación del hotel donde me hospedo no podía albergar ese tumultuoso alud de pasiones que me golpeaba. Allí, en la soledad del monte, convertido en un ser tan diminuto como esa vida que crece dentro de mi mujer, he oído el nombre de nuestro hijo repetido por el viento, he visto su rostro esculpido en cada piedra, he respirado el olor de su trémula carne en la sombra de cada árbol, he escuchado su primer sollozo en el sol rugiente que bautizaba la mañana. Luego, aplacada tanta exultación, he vuelto al hotel, para pensar a ese hijo que vendrá cuando la primavera ya se anuncie en el aire. ¿Cómo podré hacerme digno de él? ¿Cómo será el mundo que acoja su andadura? ¿Conseguiré que aprenda a amar las mismas cosas que yo he amado? ¿Crecerá en esa intemperie que anuncian algunos apocalípticos, sin religión y sin libros, o, por el contrario, encontrará alivio espiritual ante la imagen de Dios crucificado, ante el bosque de palabras que soñaron otros hombres, para espantar el fantasma de la muerte? ¿Estará poseído por el estigma del arte? ¿Llorará, como yo lloro, cada vez que lea la despedida de Héctor y Andrómaca en La Iliada, cada vez que contemple la agonía de Espartaco en la película de Kubrick? ¿Le gustará cazar mariposas en verano, escuchar viejas historias de los labios de su bisabuelo casi centenario, descifrar los sagrados parajes del latín? ¿Se enamorará desde niño de una compañera de clase que le dará calabazas, pero él seguirá insistiendo hasta casarse con ella, como yo he hecho con su madre? ¿Cómo serán nuestras broncas y peleas? ¿Tendrá una adolescencia hermética y taciturna? ¿Querrá matarme simbólicamente, como propugnan los discípulos de Freud? ¿Nos abandonará muy pronto, a su madre y a mí, para alzar su propio vuelo, dejándonos solos con nuestros recuerdos? Las preguntas se abalanzan sobre mí como un enjambre que me nubla la vista. Quizá sea demasiado pronto para darles respuesta. De momento, cuento los minutos que restan para reunirme con mi mujer y tenderme a su lado, pegar una oreja a su vientre y escuchar la germinación jubilosa de la carne, ese lentísimo desentumecimiento de una vida que crece, frágil como una lágrima pero ya dispuesta a respirar, ya dispuesta a levantarse para tomar el relevo y empezar a indagar la aurora. En esa aurora presentida, en esa respiración mínima pero creciente se contiene el inmenso tamaño de mi esperanza.