Ando desde hace algunos años absolutamente alucinado con los métodos inescrupulosos y sensacionalistas que ha adoptado la investigación genética, más atenta a la fanfarria mediática y a las cotizaciones bursátiles que al verdadero progreso científico. En esta nueva deriva degenerada sorprende, en primer lugar, el relativismo desenfadado con el que se han despachado los muy espinosos dilemas éticos que rodean la manipulación de embriones: si el siglo XX entronizó la banalidad del mal (recordemos la sobrecogedora frase de Stalin: «Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), parece que el siglo XXI será el que por fin se atreva a aprovechar las ‘utilidades industriales’ de tan bestial aserto. Pero la desfachatez amoral con que nuestra época ha resuelto el dilema de la manipulación de embriones no resultaría tan insoportablemente obsceno si no se justificase, para mayor recochineo, con coartadas humanitarias que sacan tajada del dolor de mucha gente y de la compasión que dicho dolor provoca en cualquier persona no completamente impía. Mucho más cruel aún que dejar morir a alguien sin esperanza es dejar que muera tras haberle hecho concebir esperanzas infundadas sobre su hipotética recuperación. Que es lo que, hoy por hoy, está favoreciendo, incluso estimulando descaradamente, la investigación genética: usar el dolor de esos enfermos (a quienes se moviliza para que protagonicen campañas en pro de la clonación o para que soliciten a los gobernantes una legislación permisiva en la materia), a quienes a cambio se les ofrecen soluciones inverosímiles, o siquiera inciertas, a sus dolencias. La investigación genética se presenta como una especie de panacea universal que derrotará de un plumazo el sufrimiento humano; se presenta, incluso, como una vía promisoria de acceso a la inmortalidad. Una vez excitada esa ‘codicia de salud’ que anima al hombre contemporáneo, ¿qué importa si muchas de las enfermedades que la investigación genética promete remediar aún son de etiología desconocida? ¿Qué importa si las células madre que, según se nos predica, remediarán estas enfermedades ignotas, puedan extraerse de órganos adultos, sin necesidad de crear artificialmente embriones que luego serán destruidos? ¿Qué importa, incluso, si dentro de unos años hay que reconocer el fracaso de los experimentos? Para entonces, la investigación genética ya habrá rendido unos beneficios opíparos a sus promotores; si, en esa búsqueda del enriquecimiento fácil, se han liquidado unos cuantos miles o millones de embrioncitos de nada («Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, mera estadística»), bastará con alegar que «cayeron en acto de servicio». Y a otra cosa, mariposa.
Si mañana un científico afirmara haber descubierto, no sé, una vacuna contra la caries (por citar una enfermedad llevadera, pero a la vez universalmente extendida) y pretendiera publicar su hallazgo, se le obligaría a presentar pruebas rigurosísimas que avalasen la verdad de sus aseveraciones. El investigador genético, en cambio, parece disfrutar de una bula; basta que afirme tal o cual sandez fantasiosa para que de inmediato la comunidad científica, en un arrebato de pasmada credulidad, le preste su aliento y las revistas más prestigiosas del ramo le brinden generosamente sus páginas, sin molestarse en comprobar si lo que tal investigador propone se trata en verdad de una conquista científica o más bien de un burdo timo, incubado por una fantasía calenturienta o –lo que resulta más frecuente– por un inmoderado afán de dinero y celebridad. El escándalo provocado por Hwang Woo-suk, el sedicente científico coreano que la revista Science presentó como un pionero de la clonación terapéutica para descubrirse después que en realidad se trataba de un perito en embustes, quizá sea la plasmación más pintoresca –pero pronto se sucederán otras más pintorescas aún– de esta degeneración de la ciencia, donde importa mucho más el guirigay propagandístico y las repercusiones mercantiles que la efectiva importancia de la investigación.
Y, entre tanto, se infunden esperanzas vanas a los enfermos que compran un boleto en esta tómbola macabra. La banalidad del mal ha hallado un disfraz risueño y bondadoso en el tocomocho genético.