Jamás imaginé que también él fuese a padecer unas postrimerías nubladas por la desmemoria. Cuando apenas contaba un mes de edad, mi abuelo entró a hacerme una visita a la habitación donde yo dormitaba; se inclinó sobre la cuna, para espiar mi sueño, y entonces yo lo sobresalté con una carcajada estruendosa, inverosímil en un niño de tan corta edad. Desde entonces, entre mi abuelo y yo se entabló una hermandad indestructible, una aleación de pasiones que desafiaba los estragos del tiempo y acompasaba nuestros corazones con la respiración del planeta. Aprendí a leer y a escribir sentado en sus rodillas, cuando aún no me habían retirado los pañales; aprendí a caminar a su lado, prendido de su mano que me transmitía el calor antiguo de su sangre, el calor indómito de su piel, el calor invicto de sus recuerdos, que eran populosos y fervientes como el mundo que cada mañana se inauguraba ante nuestra mirada. Juntos íbamos a misa los domingos; juntos íbamos a la biblioteca pública, donde descubrí el rumor arborescente de la letra impresa, y también mi vocación; juntos atravesábamos la ciudad levítica y salíamos al campo, dejando el sol a nuestras espaldas, como un escudo de bronce que protegiera nuestra confidencias. Mi abuelo me cantaba canciones de antes de la guerra y me narraba las vicisitudes de su juventud hosca y aventurera, las penurias de su infancia lejanísima, las tribulaciones de su viudez temprana.
Mi abuelo me enseñaba a distinguir el canto de la abubilla y el ruiseñor. Me enseñaba a reconocer el temblor diminuto del poleo, la blancura inhóspita del espino albar, el perfume campesino del romero, la llama súbita de la genciana, el vilano viajero del diente de león, que yo soplaba para propagar su semilla hasta los confines de la tierra. Mi abuelo me descubría los manantiales de agua esbelta y clandestina, las sendas que sólo hollaba el lobo, las madrigueras donde refugiaba su pavor el conejo. Hacia el final de nuestro paseo, junto a la ribera de un río o a la sombra de un árbol de sombra extensa como el atlas, mi abuelo extendía una manta sobre el suelo, y ambos nos tumbábamos a mirar las nubes, que se desentumecían lentamente sobre el tapiz del cielo. Para entonces, mi abuelo se había despojado de la camisa, y yo me quedaba como extasiado contemplando el vello nevado que emboscaba su torso y le otorgaba un aspecto de anciano mitológico, descendiente directo de Abraham. La brisa mecía su vello, y el crepúsculo lo incendiaba con un brillo de plata añeja. Y, entretanto, su voz seguía desgranando los avatares de su juventud, como una salmodia áspera y ensimismada.
Jamás imaginé que él fuese a padecer unas postrimerías nubladas por la desmemoria. La decrepitud ha hincado las garras en su organismo, y una delgadez voraz ha ido excavando su rostro y desnudando su hermosa calavera. La sangre que bullía en sus venas se ha estancado, y los recuerdos que sobrevolaban como un enjambre tumultuoso su inteligencia se han ido desvaneciendo, atrapados en una telaraña que aún acierta a apartar, de vez en cuando, al conjuro de una voz que le brota exangüe de los labios, aquellos labios que me enseñaron tantas benditas palabras. Todavía sus ojos se iluminan, cuando me ve llegar; todavía pronuncia mi nombre con orgullo; todavía evoca algunos episodios de nuestra hermandad indestructible, pero ya la ciega noche coloniza sus pensamientos, ya su memoria navega por los pasadizos inciertos del olvido. Con su memoria, viaja también mi entereza, que no puede soportar el dolor de ver cómo el hombre que me crió me dice adiós lentamente. Al menos me queda el consuelo de saber que, cuando su alma emigre, se posará sobre la mía, como un pájaro que busca su nido, para seguir ambas su coloquio inmortal, para seguir deletreando el mundo, para seguir caminando juntas su camino, eternamente unidas, eternamente jóvenes, eternamente invictas.