Nadie se hubiera atrevido a augurarlo hace casi veinticinco años, cuando el polaco Karol Wojtyla inauguraba su papado; hoy ya podemos afirmar sin temor a incurrir en la hipérbole que su estatura sobrepuja a la de cualquiera de sus contemporáneos.
Wojtyla entendió desde un principio que el mejor emblema de Jesucristo no es aquél que lo representa en la cúspide del poder y de la gloria, sino ese otro que lo muestra doliente y abrumado bajo el peso de la cruz.
Un cuarto de siglo atrás, Juan Pablo II era un hombre de complexión robusta, bendecido por la naturaleza; hoy, después de casi cien viajes pastorales que lo han empujado a los finisterres del atlas, después de que el plomo mordiese su carne, después de haber entregado su vigor en mil tareas apostólicas, se ha convertido en un anciano decrépito que apenas se tiene en pie.
Pero en su estampa de árbol herido, en su figura desvencijada y heroica de viejo que prefiere el polvo del camino a la molicie de su palacio vaticano, se sigue encarnando una epopeya demasiado incómoda para quienes niegan la existencia de un misterio que enaltece el barro del que estamos hechos.
Veinticinco años después de su elección, Juan Pablo II sigue entregado a una misión que ni siquiera concluirá el día que entregue su hálito. Porque su recuerdo, y la reverberación que su espíritu dejará en el aire, nos seguirán dictando la verdad escueta de la religión que predicó. Y es que Dios quizá sea ubicuo, como nos enseñaron en el catecismo; pero su más noble aposento es el rostro de un hombre que sufre.