Las palabras que pronunció Juliano el Apóstata antes de expirar podrían ser el lema que acompañase la agonía de Juan Pablo II. Escribo estas líneas mientras un silencio huérfano se posa sobre el mundo, deteniendo los relojes, la órbita de los planetas, el curso de la sangre en las venas. Es difícil sustraerse al dolor, mientras la certeza de la muerte del Papa Wojtyla se nos abalanza encima. Pero ese dolor se amasa de una secreta alegría cuando recapitulamos los días de un hombre que entendió la existencia terrenal como un viaje hacia la intimidad con Dios. La enseñanza acaso más conmovedora de este Papa que ha querido extinguirse con las sandalias puestas adquiere hoy su vigencia más plena: Juan Pablo II no se ha limitado a ser un burócrata de Dios encaramado en su trono de infalibilidad; ha querido mostrarnos que la misión primordial de un cristiano, de cualquier cristiano, consiste en identificarse con Cristo, entrañándose en su misterio y padeciendo con Él sus tribulaciones, calcinándose en la misma hoguera de humanidad que Dios eligió para hacerse presente entre nosotros. Sin esta identificación plena con Cristo podremos ser seguidores más o menos escrupulosos de unos ritos o liturgias, o herederos culturales de su Evangelio, pero nunca cristianos en el estricto y más puro sentido de la palabra. El Papa Wojtyla nos ha enseñado el verdadero meollo de una fe que corría el riesgo de anquilosarse en el cumplimiento de unos preceptos o, por el contrario, de entregarse a un aggionamento plácido y banal. El viaje de Wojtyla hacia la intimidad con Dios ha sido una epopeya en pos de las raíces de la fe, una rebelión contra el miedo y la complacencia que agarrotan a los cristianos.
Juan Pablo II nos ha descubierto -nos ha recordado, más bien- que no existe verdadera fe sin un trato personal con aquel Galileo que trajo al mundo la revolución del amor. A través de una abnegada catequesis del sufrimiento, a través de una pasión apostólica que ha ido minando su salud, a través de una nueva mística de la oración, a través de una renovada exaltación de los sacramentos, Juan Pablo II ha desbrozado el camino que nos conduce al reencuentro con Dios. Quizá en nuestra época, rehén del hedonismo, no haya llegado a penetrar la radical subversión de este mensaje. Cuando, por ejemplo, se dice, con necedad muy del gusto contemporáneo, que Juan Pablo II ha sido un Papa «progresista en lo social y conservador en lo moral», no se entiende que su doctrina no puede enjuiciarse a la luz pobretona de las ideologías; no se entiende que sus encíclicas y documentos pastorales -tan poco leídos, por lo demás, por quienes se atreven a criticarlos-, así como su elección vital, sólo resultan inteligibles a la luz primigenia del Evangelio. La necesidad de conversión que Juan Pablo II ha predicado sin desmayo, ese ímpetu de santidad que ha querido contagiarnos constituye, claro está, un escándalo para nuestra época, tan dispuesta a entregarse al marasmo de la facilidad. Este Papa nos ha descubierto -nos ha recordado, más bien- que el compromiso cristiano es una expedición exigente, dificultosa, ímproba, en pos del espíritu.
En esta recuperación del espíritu, en este encuentro sin disfraces con Cristo, con su felicidad y su sufrimiento, se cifra la más perdurable enseñanza de este Papado, que quizá tarde décadas en ser cabalmente asimilado. En el milagro del hombre que vuelve a Dios y se funde con Él, olvidado de conveniencias y temores, decididamente dispuesto a encontrarlo copiado en el rostro de cada hombre que sufre, se condensa el legado de un anciano que se desprende de su envoltura carnal mientras escribo estas líneas.
Un silencio huérfano se posa sobre el mundo, deteniendo los relojes, la órbita de los planetas y el curso de la sangre en las venas. Desde los abismos de dolor que hoy nos conturban, podemos exclamar exultantes: «¡Venciste, Galileo!».