HACE cosa de veinte años dije que tres males amenazadores del mundo actual, en especial de Occidente -el terrorismo organizado, la difusión universal de la droga y la aceptación social del aborto-, se habían constituido y consolidado en la decena de los años sesenta.
Ciertamente eran mucho más antiguos, no se inventaron entonces, pero hasta esas fechas habían tenido carácter esporádico, individual y carecían de vigencia social. Ahora parece notorio que esas amenazas se han cumplido con creces. El terrorismo, lejos de ser una serie de actos aislados y casi siempre anormales, ha alcanzado una organización, un desarrollo y una riqueza de recursos que lo convierte en algo nuevo y extremadamente peligroso. Mientras el número de personas que se drogaban en el mundo se podía calcular en algunos centenares de miles, esas cifras podrían ahora trasladarse a cualquier gran ciudad de cualquier parte. Finalmente el aterrador descenso de nacimientos en Europa, la esterilidad que ha sido inseparable de las decadencias a lo largo de un par de milenios de historia, hacen que ese hecho aparentemente estadístico sea una alteración profundísima de la manera de vivir.
En los últimos años se han multiplicado las actividades terroristas de uno u otro signo en proporción incomparable con el pasado reciente. Se dispone de inmensos recursos económicos, de perfecta organización, de técnicas de proselitismo, con una extraña propensión a la imitación y el contagio. Este hecho enorme no es homogéneo, hay evidente predominio de ciertos caracteres y vinculaciones; pero sería peligroso generalizar apresuradamente y establecer filiaciones que, aun existentes, reclaman matices y distinciones que eviten el error apresurado.
La variedad más frecuente hoy consiste en el secuestro de amplias multitudes de personas inofensivas, y que no tienen que ver con ningún tipo de beligerancia, por bandas eficacísimas de terroristas provistos de todos los recursos necesarios y con una extraña propensión a las actitudes suicidas. Este último rasgo, tan sorprendente como frecuente, se venía dando de manera individual, por parte de personas que sacrificaban su vida con tal de conseguir una mortandad indiscriminada. Este fenómeno de difícil comprensión, pero cuyos motivos habría que indagar con rigor, se ha hecho colectivo y afecta a grandes grupos que hasta hace muy poco no existían.
Hay un fondo patológico en todo esto, que se manifiesta en el hecho de lo que he llamado imitación o contagio: cuando se cometen dos o tres actos de estos caracteres, se puede predecir que se van a multiplicar en los meses siguientes. Podríamos decir que se convierten en siniestras «modas», a las que se apuntan fríamente grupos inesperados y de los que se ignoraba hasta la existencia.
Habría que descender al fondo de las actitudes vitales, de las interpretaciones de lo que es la vida y la personalidad en diversos grupos o países, para averiguar qué se espera en cada caso o por qué se desespera. Un análisis riguroso de estos hechos criminales llevaría a descubrir secretos muy hondos de la manera de sentirse instalados los diversos tipos de hombres de nuestro tiempo. Una gran parte de las conductas que nos presenta cada día la información hubiera sido simplemente imposible desde los supuestos de lo que durante bastantes siglos ha sido normal en los pueblos occidentales. Durante siglos, la vigencia del cristianismo, aun en forma deficiente, residual y hasta hostil, eliminaba la mera posibilidad de actitudes que hoy se difunden de manera inverosímil. ¿Es simplemente una mengua de las creencias, un abandono de convicciones que parecían sólidas, una aproximación a modos radicalmente diferentes de entender la vida humana y sobre todo quién es el hombre? He tropezado hace algún tiempo con lo que he llamado «fragilidad de la evidencia»: el hecho de que, después de ver con claridad indubitable algo, la presión de las circunstancias, de lo que se dice y repite, hace que desaparezca la anterior claridad y se pierda lo que parecía conquistado y firme. En la vida cotidiana de nuestros países se observa el hecho frecuentísimo de que personas normalmente buenas, con principios de los que no reniegan, hacen cosas que no están bien, pero procuran convencerse de que lo están, sin seguridad, con una casi involuntaria confusión que les permite adherir a lo que en el fondo rechazan. Las relaciones personales, sexuales, matrimoniales, en los últimos decenios reflejan claramente lo que me parece difícil de entender si no se ha renunciado a la claridad.
Son conductas que se podrían llamar «crepusculares», indecisas, a medias tintas entre la luz y la tiniebla, en que «todos los gatos son pardos». En esa zona de penumbra viven innumerables personas que se quedarían sorprendidas si reflexionaran un momento sobre lo que es el contenido efectivo de sus vidas.
Nuestro tiempo suele contentarse con informarse de los hechos y, a lo sumo, cuantificarlos mediante estadísticas. Es dudosa la eficacia de estos métodos, desde luego son insuficientes. El hombre, aunque se obstine en negarlo o en hacer como que no se entera, es libre y por ello responsable, y tiene que justificarse por lo pronto ante sí mismo. Cuando no lo hace sabe que se está engañando, que está cerrando los ojos a lo que ve apenas los entreabre, para poder seguir sesteando en esa zona de penumbra en la que dimite de lo que lo es más propio, de su condición inexorable e intrínsecamente personal.
Hay que dar un paso más. Detrás de las noticias que nos llegan todos los días y de todas partes, hay que indagar cómo han llegado a ser posibles. Volvamos a ese decenio de los años sesenta. Allí se puede descubrir el origen profundo de lo que hoy constituye el aspecto más notorio de la vida cotidiana en los países de Occidente y en aquellos que son consecuencia más o menos inmediata de su técnica, de su influjo y de su irradiación. Solo esto nos permitiría acabar de comprender lo que parece simplemente en buena medida incomprensible.
JULIÁN MARÍAS, de la Real Academia Española