El asunto ya se planteó hace muchos siglos. En la antigua Grecia, Platón fue el primer filósofo que elaboró una teoría ética, con una idea central: la verdadera sabiduría, cuando se adquiere, propicia el buen obrar. Según esta manera de ver las cosas, la mala conducta se debía en último extremo a que la razón se engañaba al perseguir bienes aparentes, de forma que el conocimiento de los verdaderos bienes enderezaría cualquier mal obrar. La filosofía -literalmente, el amor a la sabiduría- se convertía en el garante de la moral. La educación moral se reducía a la enseñanza del bien.
Pronto fue contestado. Lo hizo su propio discípulo, Aristóteles, esgrimiendo un arma fácil de encontrar: la evidencia. Aristóteles constataba que sin duda la ignorancia es un obstáculo de primer orden para el buen obrar, pero a la vez se podían observar claras inmoralidades cometidas por personas conscientes de que obraban mal, y personas con una óptima formación, también en lo concerniente a la moral. De ahí que no bastara con la razón, y había que recurrir a un segundo factor: la voluntad. El buen obrar se conseguía con esfuerzo; era necesario el hábito conseguido por el arduo camino de la repetición de actos hasta reforzar la voluntad y acostumbrar a las pasiones y sentimientos a obedecerla: la virtud moral. La conclusión es que, a diferencia de Platón, para educar moralmente no basta la enseñanza del bien: hay que formar también la voluntad, lo que resulta más arduo que lo anterior.
No puede dudarse de la sinceridad y la buena intención de Platón. Pero, a la vez, tenía razón el renacentista Rafael cuando, al pintar su célebre cuadro que representaba la sabiduría antigua, situaba en el centro a un Platón apuntando hacia arriba junto a un Aristóteles señalando hacia el suelo. Era una manera de decir que el primero vivía un poco en las nubes, mientras el segundo pisaba terreno firme. No se debe negar mérito a la obra de Platón, pero su propia vida demostró que era un tanto ingenuo. En todo, caso, su visión ética en este aspecto quedó confinada a la vitrina de las antigüedades valiosas pero inútiles durante muchos siglos. Hasta hoy.
«Educadores» o «enseñantes» En nuestra actual sociedad se puede observar una progresiva tendencia a identificar «educar» con «enseñar». Hace unos años, incluso, se intentó -por fortuna, sin éxito de momento- sustituir de la terminología legal la palabra “educador” por “enseñante”. Pero, sea cual sea el vocablo, lo cierto es que el fenómeno se va consolidando. Lo más llamativo, por el objeto tratado, es la educación sexual. Aquí, un afán de información como único contenido se puede transformar fácilmente en una exhibición pornográfica. Pero, aunque no se quiera llegar a ese extremo, para quien quiera verlo es bastante obvio que los resultados de informar sin pretender educar la voluntad en este terreno son desastrosos: con una voluntad debilitada, no es la razón sino los impulsos irracionales los que se adueñan de la persona -especialmente en esa persona todavía sin consolidar que es el adolescente-, de forma que la información, en vez de servir como elemento de juicio, acaba sirviendo sólo para alimentar el instinto.
De todas formas, e independientemente del valor que le puedan dar a la sexualidad los promotores de ese tipo de “educación”, el fenómeno está generalizado. Cuando se detecta algún tipo de realidad alarmante en la juventud, sean drogas, alcohol, o incluso el llamado “fracaso escolar”, la reacción de las autoridades no suele ser la de abordar el problema en sus raíces, sino más bien la de desencadenar una campaña informativa. Pongamos como ejemplo la droga. Indudablemente, la información ayuda. Pero se demuestra bastante ineficaz frente a ciertos ambientes y amistades: casi todos los que se “enganchan” confiesan que se vieron empujados por la conducta del grupo en que se integraban. Para evitarlo, las medidas lógicas son cuidar las amistades y los lugares que se frecuentan. En la práctica, esto significa una vida más ordenada, recortando la vida nocturna y juntándose con amistades más responsables. Esto supone un esfuerzo, porque suele contradecir las apetencias, y hace por tanto necesario un apoyo que inculque unos valores -que permitan al joven comprender que vale la pena el esfuerzo- y ayude a tener un dominio de sí mismo que necesariamente conlleva un esfuerzo sostenido. En resumen, que se hace necesaria una educación. ¿Quién puede llevarla a cabo? Se pueden movilizar al efecto varias instancias, pero una de ellas es central, de forma que sin ella raramente fructifican los trabajos de las demás: la familia. Pero resulta que la familia no está en sus mejores tiempos: acusa una creciente inestabilidad, y las condiciones de vida actuales -unidas a la carencia de una adecuada política familiar- dificultan a los padres atender convenientemente a los hijos. Así, se llega pronto a una conclusión elemental, a la que puede llegarse con sólo un poco de sentido común: que cualquier remedio tiene necesariamente que fundarse en un refuerzo de los vínculos familiares y un estímulo a las familias para una correcta educación de los hijos.
Violencia doméstica y droga Pero ésa es precisamente la solución que nunca aparece. Ni siquiera ante problemas como el de la violencia doméstica, tan directamente vinculado con la institución familiar. Bastaría que aparecieran dos encuestas para abrir los ojos: la relación entre casos de violencia y la estabilidad -o sea, el porcentaje de casos en matrimonios y en parejas de hecho-; y, en casos de matrimonio, la proporción de casos de violencia cuyo detonante es la ruptura del mismo -o sea, el anuncio del abandono del hogar por una de las partes-. Pero nadie aparece muy interesado en publicar ese tipo de estudios, que señalarían por dónde tendría que ir una solución preventiva en vez de centrarse en castigar los hechos consumados. También aquí se quiere buscar la solución en una campaña informativa, que recuerda el mal de la violencia e intenta asustar recordando el castigo que el sistema legal depara al infractor.
Con todo, a primera vista puede parecer que esas campañas informativas por sí solas deben tener efectos significativos, pues a fin de cuentas es publicidad, y la publicidad consigue sus objetivos, al menos cuando está inteligentemente planteada. Si un buen anuncio de coches consigue aumentar sus ventas, ¿por qué un buen anuncio contra la droga no puede producir una significativa reducción de su consumo? Antes que nada, hay que constatar el hecho: no lo consigue. No deja de ser significativo que el balance de la última campaña anti-tabaco con visibles anuncios en las cajetillas, dé como resultado una insignificante variación en las ventas de tabaco, mientras que ha disparado las ventas de envoltorios para cajetillas. Dar una explicación es un poco más complejo que constatar los resultados. Pero pueden señalarse dos diferencias fundamentales con la publicidad comercial habitual.
La primera es que no es lo mismo una campaña a favor de algo que una campaña en contra de algo. Adquirir algo puede tener en sí mismo un atractivo, pero dejar algo no suele tenerlo. Está bastante comprobado, por ejemplo, que una campaña electoral centrada en descalificar al adversario en vez de promocionar el propio partido, fracasa siempre -salvo que ya preexistiera una fuerte indignación popular en contra del rival-, aunque en un primer momento la impresión sea la contraria. Los publicistas profesionales saben esto, e intentan “vender” una campaña dirigida contra algo convirtiéndola en una campaña a favor de algo que pueda ser atractivo. Pero resulta que esos mensajes suelen ser un tanto indeterminados o ambiguos. Siguiendo con el ejemplo anterior -el de la droga-, “engánchate a la vida” puede ser un slogan logrado, pero cada quien lo interpreta a su modo, y bien podría figurar en la puerta de una discoteca animando a entrar. Y más cuando se acompaña de unas imágenes de unos jóvenes en una actitud que los destinatarios del mensaje asocian fácilmente a la que tienen cuando se “animan” con un par de copas y quizás una pastilla. Todo esto significa que el mensaje positivo sólo puede consistir, si de verdad se quiere que penetre, en valores morales, y esto es algo que sólo en algunos aspectos se quiere hacer.
La segunda razón está emparentada con la primera. Consiste en que, por lo general, los anuncios encauzan una cierta apetencia o deseo preexistente hacia un producto concreto. Cuando eso no es tan claro, la publicidad intenta soslayar la parte ardua; así, por ejemplo, se anuncian cursos de idiomas en los que se aprende “sin esfuerzo” o “sin estudiar”, lo cual, así expresado, es un timo. Pero esto no sucede con un anuncio que invita a un no hacer, en donde la apetencia más bien conduce a lo opuesto de lo anunciado. Naturalmente, se puede anunciar cosas poco apetecibles, apelando a sentimientos o valores. Pero en ese caso estos últimos deben estar en las personas previamente, pues el anuncio por sí sólo no los suele suscitar. Pensar que la publicidad o la propaganda son todopoderosas si son bien manejadas es uno de tantos tópicos falsos en circulación.
¿Por qué la confianza en las campañas informativas? ¿Por qué, entonces, ante unos resultados tan limitados, esa confianza en las campañas informativas? Pues, básicamente, porque reduciendo educación a información se elude lo arduo. Por querer evitarlo, más que por fe en el progreso, nos hemos forjado la ilusión de que siempre se podrá encontrar una solución técnica para cualquier problema, con una ingeniería que permite evitar el esfuerzo. Y por eso, consciente o inconscientemente -de todo hay- se quita de la escena todo lo que no encaja en ese cuadro, por más que la realidad misma sea terca y se empeñe una y otra vez en poner de manifiesto que las cosas no son como se sueñan. O, por decirlo más concretamente, que todo lo que es humanamente valioso se consigue con esfuerzo sostenido; o sea, con la virtud. Hay por tanto una resistencia a aceptar la naturaleza misma de la persona y de la familia. Sobre esta última, esa tozuda realidad que no se somete al diseño señala que los sucedáneos de la familia no funcionan bien, y que para cumplir con su misión hay que entregarse a la ingrata tarea de educar a los hijos, en la que tiene un papel preponderante la formación de la voluntad. Guste o no, esto es lo que da resultados positivos.
La antropología cristiana confirma este diagnóstico. Evidentemente, no dice nada sobre campañas informativas, pero el Catecismo de la Iglesia Católica, hablando del pecado, alerta en el nº 387 sobre “la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc.”. Para el tema aquí tratado, podemos fijarnos en el término “únicamente”. Por supuesto que hay errores e ignorancias. Pero no se pueden explicar satisfactoriamente los vicios sociales con sólo esas categorías. Y, correlativamente, por supuesto que una campaña informativa puede ayudar, pero si sólo se cuenta con ella tampoco el resultado es satisfactorio. Se responde con información donde lo que hacía falta era educación.
la cuestión problemática no está en aceptar la utilidad de la información para lograr una buena conducta. Está en considerar si con eso basta.