Últimamente estamos asistiendo a un fenómeno sorprendente. Desde diversas instancias públicas se ha empezado a combatir el llamado “botellón” callejero de adolescentes, con alarmantes avisos de chicos y chicas que empiezan a beber regularmente a los trece años.
Al mismo tiempo, desde las mismas instancias se quieren instalar expendedoras de preservativos en colegios y centros juveniles, en campañas que difícilmente esconden el fomento de la promiscuidad que conllevan, sin atender prácticamente a la edad de inicio. LAS NOCHES DEL “BOTELLÓN” Se ha llegado a dar el caso de asistentes sociales pagados por ayuntamientos que salen los fines de semana por la noche para disuadir del “botellón” a la vez que regalan preservativos. Parece un total contrasentido, y lo es. Pero ¿es algo totalmente ilógico? Sólo en parte. Depende del punto de vista con que se contemple. En el núcleo de la cuestión late una concepción moral, y en este asunto en concreto ocupa un lugar central el valor moral que se da a la salud corporal.
El Catecismo de la Iglesia Católica aborda el tema en el punto 2289: “La moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto al cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones humanas”.
El Catecismo, necesariamente sucinto, no se extiende más. Pero, a mi juicio, el considerar la salud como un valor absoluto puede viciar las relaciones humanas por más motivos que el señalado. La razón de ello es que ese carácter absoluto, por serlo, conduce a ver la salud como un valor moral exclusivo.
EPICURO Y LA ETICA HEDONISTA En la historia del pensamiento filosófico, es bien conocido, y perfectamente congruente, que a una metafísica materialista –que no ve más ser que la materia- corresponde una antropología materialista –no hay alma espiritual en el hombre-, y a ésta una ética hedonista. Ésta no supone necesariamente proponer la búsqueda desenfrenada del placer, sino, en muchas de sus expresiones, lo que persigue es la búsqueda del bienestar como estado estable.
El mismo Epicuro, a pesar de lo que a veces se cree, iba en esta línea. Pero conviene recalcar que no se refiere a un estado de paz y satisfacción espiritual, sino que se trata de un bienestar corporal, pues no se reconoce otra realidad en el hombre que el cuerpo. En su traducción actual, para este materialismo lo que se tiene por satisfacción del espíritu se traduce en un mero buen estado y buen funcionamiento del sistema nervioso.
El reconocimiento del espíritu cambia las cosas radicalmente, en un doble sentido. Por una parte, obliga a considerar la vida espiritual como superior a la mera vida corporal, con lo que ésta se subordina a aquélla. Por otra parte, el espíritu no puede descomponerse como el cuerpo, y se despeja así el camino para admitir una vida eterna. Cuando ésta se acepta, en ella se sitúa el fin último de la existencia, al que por tanto se subordina la vida en este mundo. El cristianismo ofrece muchos ejemplos de ello. Bien entendido, y libre de trazas de platonismo y maniqueísmo que valoraban negativamente lo corporal, aprecia la dimensión corporal del hombre, porque el cuerpo es parte de la persona, y exige su respeto y cuidado.
Pero, a la vez, entre la multitud de personas que la Iglesia ha puesto como ejemplo –los santos- abundan los casos, no sólo de martirio, sino también de jugarse la salud y la vida –a veces perdiéndola- por motivos nobles como la atención a enfermos contagiosos. A otros muchos no parecía importarles consumir la salud y eventualmente acortar su vida a causa de una incansable y agotadora solicitud pastoral o asistencial. Y, a la vez, no hay un solo caso de afán por el bienestar físico o de intensa dedicación a mantener su physical fitness. Se muestra así que el cuerpo tiene su importancia, sí, pero fundamentalmente como vehículo y expresión del espíritu humano.
“BOTELLÓN” Y “SEXO SEGURO” Volvamos al “botellón”. Se quiere, y con razón, frenar ese modo de vida. Se pretende, y con razón, convencer y no sólo imponer: sólo con la Policía Municipal no se va a arreglar el problema. Pero la cuestión principal es: ¿con qué argumentos? Dejando aparte un elemento secundario de orden y limpieza públicos, la razón que se esgrime es sólo de salud física: los riesgos de salud para el hígado y el sistema nervioso derivados del alcoholismo, los comas etílicos cada vez más numerosos que pasan por urgencias, etc. No son motivos despreciables, pero no hay más: no se sabe, quiere o puede ir más allá.
En el ámbito de lo sexual, las campañas promocionan el “sexo seguro”. Aquí es más llamativo todo, pero la raíz es la misma: la salud física es lo único que se busca proteger. El enemigo –el único- son las enfermedades de transmisión sexual, sobre todo las asociadas al SIDA. No es que se considere positiva la práctica sexual de los adolescentes: sencillamente, se considera trivial. Mientras no dañe la biología, no se le ve más reparo. Lo malo es que oponerse a esas campañas sin más se interpreta al revés: como si se considerase la salud –la incidencia del SIDA- como algo irrelevante.
Hay que salir de ese círculo vicioso dialéctico. Para quienes no quieren o no están en condiciones de entender una razonamiento antropológico que muestre la existencia del espíritu humano y los valores morales derivados de esa condición, hay que buscar otros argumentos. La verdad es pertinaz en mostrarse de un modo u otro, y cuando no convence por las buenas, lo hace por las malas: por las consecuencias del error. Lo que quiere decir, en este caso, por los daños que causa en la persona y la sociedad la adopción de la salud física como valor supremo.
Para ello, hay que ver en primer lugar la insuficiencia de lo biológico para explicar muchas cosas humanas. El hombre no se define como un cuerpo con un espíritu añadido, sino como un solo ser que une en sí íntimamente cuerpo y espíritu. Lo cual supone una interrelación con unos ámbitos comunes, y una interacción, de forma que la salud del espíritu repercute en la del cuerpo, y viceversa. Por tanto, existirán comportamientos biológicamente intachables que, si producen daño a la vida, exigen una explicación que trascienda lo puramente fisiológico.
ANOREXIAS, BULIMIAS, NARCISISMOS…
De entrada, existe un exceso de preocupación por la salud que resulta de hecho peligroso. En los más jóvenes, la buena salud es tan habitual que no suele haber preocupación por el tema, aunque una desmedida autocontemplación y preocupación por el físico es caldo de cultivo de trastornos de autopercepción que se plasman en anorexias y bulimias, en expansión hoy en día. También se puede crear una especie de narcisismo que degenere en trastornos de relación con el prójimo.
Pero, sin llegar a tanto, en los adultos un exceso de miramientos al respecto acaba viendo peligros por todas partes –con la ayuda de una prensa bastante alarmista en estos asuntos-, que con facilidad puede conducir a ansiedades y aprensiones patológicas, así como a automedicaciones abusivas, otro comportamiento cada vez más difundido. No son las únicas irregularidades, pero bastan para caer en la cuenta de que, sin por ello abandonar el cuidado del cuerpo, se da la paradoja de que una buena salud –sobre todo mental, esto es importante tenerlo en cuenta- exige un cierto despego de la misma. Si fuera un valor absoluto, cualquier cuidado sería poco. Pero la vida misma rechaza el que se coloque la salud como su bien supremo.
Después están las consecuencias mismas de esos aparentemente saludables vicios. Aquí los estudios y encuestas suelen ser sospechosamente selectivos. Siempre hay a mano, por ejemplo, estudios que relacionan el consumo de alcohol o drogas con el rendimiento –léase fracaso- escolar; pero brillan por su ausencia los que conectan actividad sexual juvenil con rendimiento escolar.
SENTIDO COMÚN Y VOLUNTAD Más importante todavía sería disponer de estudios que relacionaran los dos fenómenos –alcohol y sexo-, relación que por lo demás es evidente para todo aquel que lo quiera ver. En los adultos, exactamente lo mismo sucede cambiando rendimiento académico por violencia doméstica. ¿Qué tendrían que concluir esos estudios? Con una pequeña dosis de sentido común –no haría falta más-, la conclusión es que no se puede pretender dar vía libre a unas pasiones y controlar otras a la vez. Eso remite al hecho de que el ser humano no es un ser instintivo, que se pueda amaestrar unidireccionalmente. El control lo ejerce en última instancia un elemento superior: la voluntad. La ausencia de frenos, en el terreno que sea, se paga con un debilitamiento de la voluntad, que disminuye su fuerza para refrenar cualquier impulso.
Lo mismo sucede con los trastornos psicosomáticos. El problema no es su existencia, sino su particular incidencia en quien vive un desenfreno moral. Donde éste coincide con un atentado a la salud física –drogas, alcohol-, no hay problema: siempre se puede atribuir el mal a este último. Pero donde no es así –sexo sobre todo-, esta cuestión se vuelve molesta, hasta llevar en ocasiones a no querer considerar los trastornos psicosomáticos como tales.
Sería muy interesante disponer de estudios sobre la incidencia de la promiscuidad juvenil con trastornos de personalidad –lo que antes se denominaba “neurosis”, y ahora recibe calificativos más específicos-, patologías obsesivas, problemas de sueño, etc. Más aún lo sería conocer los efectos patológicos en las chicas que han abortado, empezando por el llamado “stress postraumático”. Pero eso se ha convertido en un tabú: no se financia, no se investiga, no se mira. Mostraría que el epicureísmo contemporáneo no se sostiene: el disfrute de una buena salud con sus placeres no hace de por sí feliz al hombre.
“¡NO SOY UN PERRO!” Se puede añadir más, sin entrar en lo estrictamente patológico. Se han hecho varios estudios en los factores causantes del “botellón”, que en la realidad pronto se convierte en un aburrimiento continuo y compartido, y los psicólogos han destacado, como elemento muy relevante, la baja autoestima de los adolescentes.
A este respecto, conservo el recuerdo, al cruzarme por la calle con una “pandilla del botellón”, del grito de una chica ante un chico que le molestaba: “¡no soy un perro!”. Evidentemente, no le faltaba razón, pero el caso es que el ideal que se propone a los jóvenes no va más allá de vivir como un animal sano; animal más evolucionado que otros, pero sólo animal al fin y al cabo. Verse así genera un autoconcepto muy pobre. Y no es que sea una visión teórica.
La baja autoestima la produce el verse a uno mismo carente de voluntad, dominado por los impulsos y el ambiente, incapaz de un esfuerzo sostenido por un ideal que valga la pena, harto del hastío que produce el abuso de lo placentero y a la vez sin recursos para parar esa dinámica. Así, se genera un desprecio hacia la propia vida, incluida, obviamente, la propia salud, que es lo contrario de lo que se busca. La conclusión es que el perro puede vivir satisfecho sin pretender ser más que un animal sano; el hombre, en cambio, no.
En cambio, cuando la salud se coloca, como valor moral, en su lugar, como un valor subordinado a la vida racional y sobrenatural, la misma salud sale ganando. Como señalaba el filósofo J. Pieper, éste es “un punto en el que resalta claramente el parentesco entre salud y santidad, aunque la claridad se refiere sólo a la existencia de esa relación”, no tanto a los modos concretos de influencia mutua. Por eso “apenas es posible dilucidar la forma íntima en que están enlazadas la salud y la santidad, y sobre todo la culpa y la enfermedad, y las condiciones en que este parentesco se manifiesta” (Las virtudes fundamentales, pág. 23).
Es un campo que invita a la investigación, porque lo certo es que esa relación existe, particularmente en cuanto a la salud mental. Y, precisamente por eso, está condenado al fracaso cualquier intento de resolver problemas, que por su misma naturaleza son morales, con medidas que sólo atienden a la salud.