Karol Wojtyla, “Amor y responsabilidad”, Lublin, 1960. Traducción Plaza & Janés, 1996, pág. 323.
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De la naturaleza misma del acto sexual resulta que el hombre desempeña en él un papel activo, mientras que el papel de la mujer es pasivo: ella acepta y experimenta. Su pasividad y su falta de repulsa bastan para la realización del acto sexual, que puede darse sin que participe su voluntad e incluso encontrándose en un estado de completa inconsciencia, por ejemplo, durante el sueño, en un momento de desvanecimiento, etcétera. Así consideradas, las relaciones sexuales dependen de la decisión del hombre. Pero como esta decisión es provocada por la excitación sexual que puede no corresponderse con un estado análogo en la mujer, surge aquí un problema de naturaleza práctica de la mayor importancia, tanto desde el punto de vista médico como moral. La ética sexual conyugal ha de examinar cuidadosamente ciertos hechos bien conocidos por la sexología médica. Hemos definido el amor como una tendencia hacia el bien verdadero de otra persona, y, por lo tanto, como una antítesis del egoísmo. Y ya que en el matrimonio el hombre y la mujer se unen igualmente en el dominio de las relaciones sexuales, es necesario que también en este terreno busquen ese bien.
Desde el punto de vista del amor de la persona y el altruismo, ha de exigirse que en el acto sexual el hombre no sea el único que llega al punto culminante de la excitación sexual, que éste se produzca con la participación de la mujer, no a sus expensas. A esto se refiere el principio que hemos analizado de manera tan detallada y que, al conjugarse el amor, excluye el placer en la actitud respecto de la persona del copartícipe.
Los sexólogos constatan que la curva de excitación de la mujer es diferente de la del hombre: sube y baja con mayor lentitud. En el aspecto anatómico, la excitación en la mujer se produce de una manera análoga a la del hombre (el centro se halla en la médula S2–S3), con todo, su organismo está dotado de muchas zonas erógenas, lo cual la compensa en parte de que se excite más lentamente. El hombre ha de tener en cuenta esta diferencia de reacciones, pero no por razones hedonistas, sino altruistas. Existe en este terreno un ritmo dictado por la naturaleza que los cónyuges han de encontrar para llegar conjuntamente al punto culminante de excitación sexual. La felicidad subjetiva que experimentarán entonces tendrá los rasgos del frui, es decir, de la alegría que da la concordancia de la acción con el orden objetivo de la naturaleza. Por el contrario, el egoísmo –en este caso se trataría más bien del egoísmo del hombre– es inseparable del uti, de esa utilización en que una persona busca su propio placer en detrimento de la otra. Con todo, está claro que las recomendaciones de la sexología no pueden ser aplicadas prescindiendo de la ética.
No aplicarlas en las relaciones conyugales es contrario al bien del cónyuge, así como a la estabilidad y la unidad del matrimonio mismo. Debe tenerse en cuenta el hecho de que, en estas relaciones, la mujer experimenta una dificultad natural para adaptarse al hombre, debida a la divergencia de sus ritmos físico y psíquico. Por consiguiente, es necesaria una armonización, que no puede darse sin un esfuerzo de voluntad, sobre todo de parte del hombre, ni sin que la mujer se atenga a su pleno cumplimiento. Cuando la mujer no encuentra en las relaciones sexuales la satisfacción natural ligada al punto culminante de la excitación sexual (orgasmos), es de temer que no sienta plenamente el acto conyugal, que no comprometa en él la totalidad de su personalidad (según algunos, ésta es a menudo el motivo de la prostitución), lo cual la hace particularmente expuesta a las neurosis y es causa de «frigidez sexual», es decir, la incapacidad de excitarse, sobre todo en la fase culminante. Esta frigidez (frigiditas) es consecuencia en ocasiones de un complejo o de una falta de entrega total de la que ella misma es responsable. Pero, a veces, se trata del resultado del egoísmo del hombre, que, al no buscar más que su propia satisfacción, frecuentemente de manera brutal, no sabe o no quiere comprender los deseos subjetivos de la mujer ni las leyes objetivas del proceso sexual que en ella se desarrolla (*). La mujer empieza entonces a rehuir las relaciones sexuales y siente una repugnancia que es tanto o quizá más difícil de dominar que el impulso sexual.
Además de las neurosis, la mujer puede en tal caso contraer enfermedades orgánicas. Así, la congestión de los órganos genitales durante la excitación sexual puede provocar inflamaciones en la órbita de la pelvis si la excitación no culmina con una descongestión, que en la mujer está estrechamente ligada al orgasmo. Desde el punto de vista psicológico, estas perturbaciones dan origen a la indiferencia, que muchas veces acaba en hostilidad. La mujer difícilmente perdona al hombre la falta de satisfacción en las relaciones conyugales, que le son penosas de aceptar y que, con los años, pueden originar un complejo muy grave. Todo lo cual conduce a la degradación del matrimonio. Para evitarla, es indispensable una «educación sexual», pero que no se limite a la explicación del fenómeno del sexo. En efecto, no ha de olvidarse que la repugnancia física en el matrimonio no es un fenómeno principal sino una reacción secundaria: en la mujer, se trata de una respuesta al egoísmo y la brutalidad; en el hombre, a la frigidez y la indiferencia. Ahora bien, la frigidez y la indiferencia de la mujer es a menudo consecuencia de las faltas cometidas por el hombre que deja a la mujer insatisfecha, lo que, por lo demás, contraría el orgullo masculino. Pero en algunas situaciones particularmente difíciles el mero orgullo no puede, a largo plazo, servir de ayuda; ya se sabe que el egoísmo ciega al suprimir la ambición, o bien hace crecer a ésta desmesuradamente, de manera que, en ambos casos, impide que el hombre vea al otro. Asimismo, no puede bastar, a la larga, la bondad natural de la mujer que finge el orgasmo (así lo aseguran los sexólogos) precisamente para no humillar el orgullo masculino. Todo esto no resuelve satisfactoriamente el problema de las relaciones y sólo aporta una solución provisional. A largo plazo es necesaria una educación sexual, cuyo objetivo esencial debería ser inculcar en los esposos la convicción de que el «otro» es más importante que el «yo». Semejante convicción no nacerá de repente por sí misma sobre la base de las meras relaciones físicas, sino que debe resultar de una profunda educación del amor. Las relaciones sexuales no enseñan el amor, pero si éste es verdadera virtud, lo será también en las relaciones sexuales (conyugales).
(*) Es un hecho conocido que la buena marcha de una relación sexual se ve a menudo perturbada por una concentración egocéntrica de la atención en la propia vivencia. Los esposos deberían tener en cuenta que su relación corporal es, al mismo tiempo, un misterio espiritual de su unión en el amor y el respeto mutuo. El hecho de tener la conciencia totalmente absorta por la satisfacción sensual, sobre todo la propia, es también peligroso y nocivo para los aspectos biológico, psíquico y moral del acto.