Así como una imagen vale más que mil palabras, una historia adecuada ilustra más que cien libros. La esposa del Faraón de Egipto había perdido muchos hijos en su vientre. Este parto, seguramente, era su última oportunidad para darle un heredero al Faraón. Rodeada de médicos y sirvientas el dolor de su vientre fue en aumento hasta que explotó en un grito de dolor liberador y, simultáneamente a su muerte dio un parto de cinco hijos, cuatro de ellos varones y una niña. El Faraón crió con amor y dedicación a sus hijos, dándoles la educación de futuros gobernantes a los varones y de princesa a la hija. Pasados los años y crecidos sus hijos, el Faraón se enfrentó al dilema de escoger a su sucesor. Dado que todos habían nacido en el mismo parto, no había un primogénito a quién el derecho le correspondiese naturalmente. Consultó con el Consejo de Ancianos: “Qué debo hacer? ¿Cómo elegir a mi sucesor? Quizás deba dividir el Imperio en cuatro reinos para ser justo con todos ellos.” Los sabios respondieron: “No, majestad, dividir el Imperio implica debilitarlo y ello acarreará su destrucción. Además, usted tuvo cinco hijos y sería injusto con su hija. Lo mejor es hacer un concurso entre ellos y el que traiga el proyecto que más beneficie a Egipto, ese sea el escogido”. Satisfecho con la sabiduría del consejo recibido, el Faraón citó a sus hijos -incluida la hija- y les dijo: “Tienen seis meses para plantear el Proyecto más beneficioso para Egipto, quién así lo haga será elegido mi sucesor.” Seis meses después los cinco hijos se congregaron en el Salón del Faraón portando los varones gran cantidad de maquetas y planos, y la hija una canasta vacía. El Faraón escuchó por turno los proyectos. Cada cual superaba al anterior: un sistema de caminos para el Reino, un sistema de canales de riego, un sistema de silos para las cosechas, un sistema de puertos para el comercio… Era difícil pensar en uno que superase en beneficios al otro. La discusión para analizar el valor de cada uno, sin duda sería ardua, problemática y difícil. Sin embargo, al llegar el turno a la hija ésta mostró su canasta vacía y dijo: “Padre, yo traigo una canasta vacía que hoy vale tanto como las maquetas que has visto. Nadie puede decir qué obra es la mejor hasta no verla hecha y, para ese entonces el contenido de mi canasta podría superar en valor a cualquiera de ellos.” Todos quedaron sorprendidos por el enunciado, pero el Faraón y el Consejo de Sabios estuvieron de acuerdo en que discutir el valor de los proyectos no tenía más sentido que discutir el valor del contenido de una canasta vacía. Entonces la solución fue obvia: los recursos del reino se emplearían para el desarrollo de los proyectos durante dos años y, al cabo de ese tiempo se analizaría el beneficio real de cada obra para el Reino. Pasaron los dos años de febril actividad y llegó el momento de presentarse al Salón del Trono. Cada uno de los hijos venía orgulloso con gran cantidad de documentos y asesores para demostrar que su obra había sido la más beneficiosa al Reino. Y la hija llegó con su canasta vacía. A su turno, cada hijo expuso el valor de las obras hechas: cómo ahora el sistema de riego había aumentado las cosechas, cómo el sistema de caminos permitía que esas cosechas llegasen hasta el último rincón del Reino, cómo el sistema de silos permitía almacenarlas de modo limpio y seguro, cómo los nuevos puertos eran fuente de comercio y prosperidad. Al llegar el turno de la hija, esta señaló su canasta y dijo: “Padre, tal como lo anuncié, el tiempo me permitiría dar valor al contenido de esta canasta. Ahora lo veis: gracias a mi canasta vacía el Reino tiene canales, caminos, silos y puertos. Sin ella sólo hubiésemos tenido proyectos y una larga discusión para ver cuál era el mejor sin que nunca ocurriese nada.” Los cuatro hermanos se dieron la vuelta, sorprendidos y azorados, y tras un momento de vacilación se arrodillaron frente a su hermana. Y así Egipto tuvo su primera Emperatriz. (Adaptación libre y resumida del cuento “La Canasta Vacía”, de Ana María Aguado, Buenos Aires, 1998).